“En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero: queda limpio”. (Mc 1, 40-41)
La curación de un leproso por Jesús nos sitúa no sólo ante un milagro sino también ante un símbolo, puesto que la lepra era considerada entonces como una enfermedad directamente relacionada con el pecado. Curar a un leproso era devolverle a la comunidad, devolverle a la familia de los limpios, de los santos.
Sin embargo, este leproso hace algo extraño tras ser curado: desobedece a Jesús y, conscientemente o no, le crea grandes problemas al empezar a divulgar el milagro que el Señor había hecho en él. Esto provoca que Cristo no pudiera, como dice el Evangelio, “entrar abiertamente en ningún pueblo” y que debiera pasar incluso las noches “en descampado”. Un favor hecho por Cristo se vuelve contra el Señor por la desobediencia de aquel que ha recibido el milagro.
Hay, por lo tanto, una lepra peor que la física, una lepra moral. Es la desobediencia, es la ingratitud. En ella está el origen del pecado. Por eso, debemos dejarnos curar por Dios de ese mal y la mejor forma de hacerlo es vivir para darle gracias por los muchos dones que de él hemos recibido. Es terrible comprobar que hay muchos que están llenos de esos dones -la inteligencia, por ejemplo, o la salud- y que en lugar de ponerlos al servicio de Dios como acción de gracias por tenerlos, los ponen al servicio del enemigo de Dios, utilizándolos no para hacer el bien sino para hacer el mal. Dios permite que eso ocurra porque respeta la libertad humana, pero ese mal uso de los dones dados por Él no quedará impune.