Ante la gran fiesta cristiana de la Pascua, creo un deber hablar de la Resurrección de Jesús. Es algo que hay que creer y que no depende de demostraciones históricas. A pesar de ello, hay un dato que nos llama la atención y que no veo la manera de explicarlo si no es admitiendo el hecho de la resurrección. Se trata del cambio de la conducta de los apóstoles.
Son unos hombres miedosos, apocados, asustados; cuando prenden a Jesús, huyen todos, dejándole abandonado; cuando lo ven muerto, se derrumban todos sus proyectos de futuro; dos de sus discípulos el mismo domingo se vuelven cabizbajos a Emaús con la desilusión de haber perdido el tiempo que habían estado con El.
Y me pregunto: ¿Cómo es posible que unos hombres, conscientes de que ha muerto aquél en quien habían confiado y por quien habían dejado todo y a quien habían seguido, con ese talante se lancen a predicarlo sólo unos días después de su muerte, con una fuerza y con un convencimiento extraordinarios? ¿Cómo es posible que se empiecen a predicar con decisión y sin miedos lo que predicó Jesús y que le supuso la persecución y la muerte y que acusen a los sacerdotes y fariseos de haber asesinado al Hijo de Dios? ¿De dónde sacaron valentía para una predicación decidida y valiente diciendo que Jesús ha resucitado a pesar de que los persiguieron y los metieron en la cárcel y los azotaron? ¿Cómo es posible que tengan coraje para dirigirse a la multitud con estas palabras: «Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó; nosotros somos testigos» (Hch. 3, 15). ¿Cómo es posible que, al comparecer Pedro y ]uan ante los mismos que habían condenado a Jesús presididos por el mismo sumo sacerdote, les digan que el prodigio que ellos acaban de hacer de curar a un enfermo lo han hecho en nombre de Jesús, «a quien vosotros crucxpnd1ificasteis y a quien Dios resucitó de la muerte»? (Hch- 4, 10).
Y me sigo preguntando: ¿Cómo es posible ese cambio de actitud sin estar convencidos de su resurrección? yo no lo entiendo de ningún modo. Es inútil intentar convencer a nadie con razonamientos puramente humanos si uno no quiere creer. Como todos los misterios, éste es algo que hay que creer más que probar. Creer en la resurrección de Jesús es una revelación del Padre en la interioridad del corazón del hombre. A lo único que podemos llegar en nuestros razonamientos es a convencer y a convencernos de que nuestra fe en la resurrección de Jesús es razonable, o sea, que no es irracional. Pero poder decir “CREO” es fruto de la gracia de Dios.
He visitado sepulcros de grandes personajes: el de los Reyes Católicos, en Granada; los de los reyes de España, en El Escorial; el de San Francisco, en Asís; el de Santa Teresa, en Alba de Tormes; el de San Pedro, en Roma. Estas visitas me causaron honda impresión; dentro de cada uno de estos sepulcros están los restos de quienes dejaron una huella profunda en la historia política o religiosa, con una influencia que se ha dejado sentir incluso siglos después de su muerte; parece mentira que tal grandeza quepa dentro de un espacio tan pequeño y frío como es un sepulcro, por muy artístico que pueda ser.
Pero cuando visité en Jerusalén el sepulcro donde fue enterrado el Señor, el motivo de mi impresión y de mi emoción fue muy distinto. Allí estaba el sepulcro de Cristo, pero... ¡¡vacío!! Cuando el domingo por la mañana, al salir el sol, van unas mujeres al sepulcro, ven que la losa está quitada, y cuando entran, ven a un joven vestido de blanco que les dice: «Ha resucitado, no está aquí; mirad el sitio donde lo pusieron» (Me. 16, 6).
Es de notar que siempre que Jesús habla de su muerte -cinco veces- la relaciona con la resurrección. La cruz sería un absurdo si no estuviera la resurrección detrás. Su resurrección no es como la de aquellos a quienes El resucitó y que continuaron viviendo la misma vida de antes; tiene un contenido de mucha densidad. La resurrección es como el sello del Padre aceptando la vida y la muerte de Jesús y restableciendo la comunión con los hombres. Es la comunión perfecta en el amor y en la gloria.
No sé si valoramos debidamente la Eucaristía. Tengamos en cuenta que la cruz y la eucaristía son el mismo sacrificio porque el sacerdote en ambos es Jesús y la víctima es también Jesús, y que la única diferencia que hay entre la eucaristía y la cruz es que Jesús sufrió en la cruz, y en la eucaristía no.
Jesús nos ha unido a todos los hombres con Él y se ha victimado con nosotros. En el curso de nuestra vida nos iremos uniendo a Él en la medida en que nos vayamos uniendo a su cruz; y en la medida en que nos unamos a su muerte nos iremos uniendo a su resurrección porque en ella se manifiesta que el Padre acepta el sacrificio que Cristo hizo de su vida en la cruz.
El Padre resucita lo que se sacrifica en la cruz. Si nos sacrificamos con Jesús y morimos con Él, el Padre nos resucitará con Él. Este es el aspecto fundamental de la eucaristía como incorporación nuestra al sacrificio de Cristo.
De ahí que la Eucaristía sea el sacrificio de la Iglesia que, unida al sacrificio de Cristo, acepta, con El y como El, el compromiso de una obediencia plena a la voluntad del Padre, que nos pide, como a Cristo, que hagamos de nuestra vida una entrega a Dios cumpliendo con su voluntad. La acción de Cristo se consuma en la cruz y la acción de la Iglesia, en la Eucaristía. Al participar en ella participamos del sacrificio de Cristo y estamos caminando hacía la resurrección.
El hecho de la resurrección viene a romper el fracaso y la resignación de la cruz; ésta para el cristiano, dejará de ser un escándalo y una necedad para convertirse en fuerza y sabiduría de Dios.
Seamos conscientes de nuestra dignidad y tomemos en serio nuestra fe.
Feliz Pascua.
José Gea