“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»”. (Jn 20, 19-22)
El segundo domingo de Pascua es el domingo de la Divina Misericordia. El objetivo de esta semana será, por lo tanto, meditar sobre la Misericordia de Dios y sobre sus consecuencias para nosotros. Lo primero es agradecerle al Señor que nos dé el regalo del perdón de los pecados. El Evangelio de hoy dice expresamente que ese fue uno de los dones del Resucitado. Cristo instituyó el sacramento del perdón de los pecados tras su resurrección, puesto que ese perdón estaba ligado a los méritos que Él ganó para nosotros derramando su sangre. Su sacrificio en la Cruz fue el que consiguió para el hombre el perdón de los pecados. Es un don extraordinario e inmerecido y no podemos caer en la trampa de que tenemos derecho a ese perdón simplemente porque hagamos el acto, a veces difícil, de confesar los pecados; siempre es un regalo de Dios y como tal hay que recibirlo y agradecerlo.
Pero también la contemplación de la misericordia divina debe llevarnos a la imitación. Tengamos misericordia como Dios tiene misericordia de nosotros. Perdonemos como necesitamos ser perdonados. Ayudemos al prójimo como nos gustaría que nos ayudaran o como el propio Cristo nos ha ayudado. Seamos nosotros el instrumento que Dios usa para impartir su misericordia.