Para la ministra de Exteriores González Laya las relaciones Iglesia y Gobierno son estupendas. No la pagamos con nuestros impuestos para que diga cosas bonitas del Gobierno más deletéreo de la sociedad española desde hace casi un siglo, pues enlaza con Azaña, que para algunos ha sido un buen hombre con ganas de hacer las cosas bien. En realidad era un anticlerical rabioso bajo ciertas formas cuando le convenía. Los historiadores han puesto las cosas en su sitio y le atribuyen una responsabilidad directa en el desencadenamiento de la Guerra Civil, por alentar la persecución religiosa en España. Los Jesuitas saben mucho y han dicho algo.
Francamente malas
La realidad es que las relaciones entre el Gobierno radical de Sánchez-Iglesias y la Iglesia son francamente malas. No tanto por la mandanga de las inmatriculaciones y la amenaza aburrida de romper los Acuerdos con la Santa Sede sino por el proyecto de ingeniería social para avanzar a paso rápido hacia la descristianización de la sociedad española, contando además con el apoyo incondicional de la izquierda mediática y la supuestamente artística. Por cierto, esa izquierda caviar de la que Guy Sorman ha descrito algunos comportamientos perversos en el país vecino.
Las leyes ya aprobadas o por aprobar, a uña de caballo y a la fuerza -como han hecho los temibles imperialistas de la historia- significan la destrucción del tejido social: contra la familia, el matrimonio, la libertad de educación, la propiedad privada, o la libertad de expresión. De hecho, no se trata solo de atacar a la Iglesia sino de construir otra sociedad distinta donde la familia sea tan solo una palabra vacía. La ley del aborto en sí misma extendida a las niñas de dieciséis años, así como la ley de la eutanasia, son el gran atentado contra la vida, cuya defensa es el principio básico del bien común, y razón de ser de la sociedad. Si esta no sirve para ello mejor que impere la ley de la selva, que es la fuerza bruta sobre los débiles (con perdón de la selva que respeta al menos la vida de los congéneres por instinto básico de los animales, y también de los hombres de las cavernas).
Fanatismo laicista
Como el salvaje actual del poder se mimetiza también bajo del buen salvaje de Rousseau -por aquello de las apariencias- no cierra las iglesias pero asfixia los actos de culto con excusa de la pandemia (que por cierto sus terminales ya no utilizan este término exacto al sustituirlo por el más neutro y “científico” de Covid-19, que la mayoría no tiene ni idea de qué es y lo llama simplemente “el bicho”). Sus terminales televisivas y las supuestamente artísticas no paran de ofender los sentimientos religiosos de la mayoría social de los católicos, exponiendo en los museos aberraciones anticristianas -el Reina Sofía-, tirar la Cruz al vertedero como esa alcaldesa en la tierra de María, que no merece ser recordad. Igual que los que representan obras de teatro, o los niñatos que hacen pintadas en los templos, y las niñatas que invaden las ceremonias, como aquella de infeliz memoria. Estos y otros son parte importante del fanatismo laicista.
Otro aliado importante de semejante Gobierno es la ideología de género omnipresente en las “políticas sociales” del Ministerio del ramo; también en la ley de Educación como trasversal impuesta en todas las materias, en la ley de Igualdad, y en la persecución de quienes se atrevan a defender la sexualidad binaria inscrita en la naturaleza humana.
Por todo ello conmueve la simplicidad de la ministra Laya, que estudió en una universidad católica -al igual que la Leláa estudió en un colegio católico de élite en el Neguri bilbaíno- al difundir que las relaciones entre el Gobierno y la Iglesia católica «gozan de buena salud». Que Santa Lucía la conserve la vista de lince y la inteligencia despejada de un premio Nóbel.
Jesús Ortiz López