Sencillamente: no podemos ganar ninguna batalla espiritual -y todas lo son- sin utilizar medios divinos. La gran batalla es pelear noblemente contra uno mismo y sus impulsos animales, y sus tentaciones, esos y esas que nos esclavizan y que la sociedad actual promociona. Lo mismo sucede con la política y con la moralidad pública. Especulación y relativismo son los cómodos y cobardes remedios para no escuchar a la conciencia, si es que no la hemos dejado muda a base de perversiones.
Somos muy poco realistas. El mal, ahora y siempre, sobrepasa a la mera iniciativa humana. Solo debemos recordar que satán es “el príncipe de este mundo” y que actúa incansablemente. También es más cómodo y más cobarde negar su existencia y creerse que uno es Superman. Y es mucho más cómodo venderle el alma, como los masones o las familias de ciertas y poderosas élites.
Solo la humildad -la pequeñez-, el ayuno y la oración, la penitencia y la limosna, pueden vencer al diablo. Él huye desesperado ante Jesús y la Vírgen María. Ante la Santa Misa. Y se instala en las magias, las brujerías y la soberbia de quien se cree el dios, o la diosa, de sí mismo.
Pero nos empeñamos en combatir el mal con medios humanos. Y no logramos nada.
Lourdes o Fátima con sus millones y millones de peregrinos, no son obra humana -ni de ningún fundador o líder-, no hubo un plan pastoral ni de marketing. Nada.
Solo hubo unas humildísimas hijas de Dios y la Santísima Virgen. Ningún “movimiento” congrega a tantos fieles como Lourdes o Fátima. ¿No les da que pensar? ¿Matamos el Espíritu con nuestros cálculos y nuestra comodidad?
Así como el mal no es concebible sin satán, el bien no es concebible sin Dios. Pero no nos lo creemos. Y buscamos anhelantes, insisto, los medios humanos: dinero, organización, previsiones… Con ello jugamos en campo contrario, en el campo donde perderemos siempre, el campo del mundo y lo mundano. Un pobre cura de pueblo fundó el Opus Dei, sin medios. Un peregrino loco e hiperactivo, los Jesuitas. Hay muy poco humano en los éxitos de la Iglesia y mucho divino en sus fracasos. ¿Es posible que un solo hombre, el de Javier, evangelizara media Asia? No, no es posible humanamente. Las civilizaciones pasan pero Cristo es el mismo, ayer, hoy y siempre. Nos quejamos de Europa, pero China, seis mil años de historia, está en trance de perder su civilización tradicional. Y, sin embargo, no son las tradiciones, no es la cultura, o la vida, o la enseñanza, es Cristo quien nos llama con urgencia para que aplaquemos su sed de almas. ¿Valores, derechos? Sin Cristo, son papel mojado.
¿Saben lo que ataca ahora el demonio? Ataca a la mujer y a la familia y, en lógica consecuencia, a las vocaciones. Ahí está lo más duro de la batalla. El demonio ataca a la familia porque no quiere que nazcan niños -teme que cualquiera sea Cristo de nuevo-, y si nacen, quiere corromperlos para que no sean otros Cristos: cristianos. Sin familia, adiós curas, monjes, monjas; el alma orante y penitencial de la Iglesia.
Son los orantes los que hacen un daño mortal al diablo. Los ocultos y los pequeños olvidados que se mortifican y mueren un poco cada día por Cristo y por su Santa Iglesia.
Basta de palabras. Sobran. Es tiempo de la acción oculta y de la oración profunda. La hora es gravísima. Nuestro fin es salvarnos y salvar las almas. Primero el Reino; y lo demás se no da por añadidura. ¿Puede alguien ver a su hermano lanzado hacia el infierno eterno y quedarse parado contemplando tal suicidio?
Imaginen que solo una décima parte de los católicos españoles comenzaran a llamar a las puertas de conventos y monasterios y los llenasen otra vez.
Imaginen, si de verdad creen ustedes que este momento histórico es tan oscuro, que muchos se deciden a dejarlo todo por Cristo y el Reino. ¿Qué parte de “recibirán el ciento por uno” no comprendemos? ¿Qué parte de “no llevéis dinero, ni alforja, ni bastón, ni sandalias” no comprendemos? Solo si se decidieran a dejarlo todo, lo tendrían Todo; podrían, si quisieran, juzgar con autoridad moral a los abortistas y a los blasfemos. Pero entonces no lo harían y, en cambio, dolidos por sus almas condenadas, llorarían y se sacrificarían por ellos, porque “no saben lo que hacen”.
Es lo que hizo otro grande: San Benito. Lo hizo en tiempos como los nuestros. Y salvó sus tiempos y los nuestros.
Y no, no hizo política.
Con todo, como siempre, Paz y Bien.