Hace algún tiempo paseaba por una ciudad muy turística. En las numerosas mesas de las terrazas se agrupaban personas de distintas edades, condición y hasta cultura. Un elemento común a todas ellas era la presencia del móvil y la atención que le prestaban lo que, aparentemente, impedía una comunicación personal entre ellos. Tal vez por ello me sorprendió lo escrito en un cartel a la entrada de una cafetería: “Aquí no tenemos wifi. La conversación entre ustedes es gratis”.

El “móvil” puede ser el icono que mejor representa la vida del hombre del siglo XXI; es el símbolo de todas las pantallas que nos rodean, nos atrapan y nos guían, hasta tal punto que algunos hablan del hombre como un ser empantallado”. Según estadísticas fiables, una de cada tres personas mira el móvil más de cien veces al día. Podíamos decir que se ha convertido en un marcapasos mental.  Compañero inseparable del ser humano, es el instrumento que nos acompaña hasta la cama y el primero que vemos al despertar. 

Sin embargo, tal como lo conocemos hoy día, es joven – poco más de una decena de años desde que apareció el IPhone en 2007 - pero supone una de las mayores revoluciones de la historia. Facilita y potencia las capacidades de comunicación, de trabajo, información, relación y negocio tanto a nivel personal como social, pero también tiene amenazas.

Somos la primera generación que goza y sufre de esta tecnología que ha supuesto una transformación y un reto, aún por resolver, en el ámbito educativo ya que ha cambiado el desarrollo de niños y adolescentes.

Pero no es un problema que tengan solo los niños, sino también los padres; no es propio de los jóvenes, sino también de los adultos como señala con acierto Diego Blanco.  Es una revolución antropológica y social. Ha cambiado la forma de vernos, es el nuevo espejito mágico de muchas personas. Ha revolucionado la forma de relacionarnos, de colaborar, pero también de destruirnos. Cualquier acto humano adquiere una dimensión social si se convierte en imagen o video viral.

Como decíamos en un artículo anterior, la tentación y el peligro de nuestros días es falsear la realidad y acomodarla a nuestro modo de pensar, ya sea a través de las ideologías, o, en este caso a través de las representaciones de la realidad que nos ofrece el móvil mediante los videos y fotos elaboradas por otros y convertidas en una nueva realidad. Hoy la inmensa mayoría ya no lee los periódicos, sino sólo los titulares de las noticias vertidos en las redes sociales. Lo que importa no es lo que ocurre sino el relato que sostienen.

Platón en El mito de la caverna advertía que los hombres no serán plenamente humanos si no consiguen salir del mundo de las sombras donde, como esclavos, son incapaces de un conocimiento verdadero ya que están abducidos por las imágenes, las apariencias y las representaciones de la auténtica realidad.   Hoy, veinticinco siglos después, todos somos esclavos en la medida en que dependemos de las pantallas, hasta tal punto que incluso parece que lo que no sale en ellas no existe.

Pero también el móvil es un instrumento que nos permite fabricar nuestra propia realidad, ya sea a través de vídeos y selfis previamente elaborados, o a través de la comunicación con la presencia virtual, no real, de la otra persona. No es de extrañar que el móvil sirva para casi todo, y llegado el caso, hasta para hablar por teléfono, porque esto último, las llamadas, ya apenas se utilizan entre jóvenes y, cada vez menos, entre adultos. Se perciben como una invasión de la intimidad.

Sin desmerecer lo positivo que tiene,  el peligro del móvil radica en que acerca a los que están lejos, pero aleja a los que están cerca. Basta observar cualquier grupo reunido en una cafetería para contemplar   cómo se presta atención a los que están ausentes físicamente a la vez que se ignora a los que están presentes. Otro tanto ocurre, a menudo, en los hogares.

Es más cómodo comunicarse virtualmente que en la realidad. Una foto, un audio, un video no dejan de ser objetos que representan a la persona. Podemos apagar y encender cuando queramos, en definitiva, controlar su presencia. Por el contrario, la realidad no es tan manipulable, pero en ella se produce la magia del encuentro personal, las miradas o el diálogo que generan un ámbito nuevo y creativo.

Como nos advierten los expertos tecnológicos, nos aconsejan los psicólogos y reclama el sentido común: hay que desconectar el móvil y recuperar el encuentro con la realidad. Ninguna imagen puede competir con la magia de un atardecer, de un amanecer, del mar o la montaña. El móvil es un instrumento maravilloso por las posibilidades que ofrece, pero nunca puede competir con la persona que está al otro lado del mismo.  Como sugería el cartel mencionado, la conversación personal es gratis pero  también  gratificante y creativa.   

 

JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD.