Más allá de coyunturales altibajos, en los años que nos separan de la clausura del Concilio Vaticano Segundo se ha producido un descenso más que notable en el número de sacerdotes en activo y en el de las vocaciones que se cultivan en los Seminarios
Si en muchas diócesis ya hay serias dificultades para cubrir la atención pastoral de las Parroquias existentes, en unos años será aún más difícil hacerlo con un clero mermado por las defunciones, las secularizaciones y la ausencia de relevo.
Pero hay algo más dramático que se esconde detrás de la disminución del número.
El año pasado por estas fechas se presentaba en Polonia el resultado de un estudio llevado a cabo entre algo más de ochocientos sacerdotes por Józef Baniak, profesor en la Universidad de Poznan e investigador especializado en sociología de la religión. Exponiendo sus conclusiones, afirmó que más de la mitad de los sacerdotes interrogados sufría desde largo tiempo una crisis profunda en su identidad pastoral. Las noticias que con relativa frecuencia saltan a los medios de comunicación nos recuerdan los terrenos (obvios, por otra parte) en que se manifiesta dicha crisis de identidad.
Con independencia de interpretaciones y porcentajes, hay que reconocer, con el sociólogo citado, que detrás de la merma de vocaciones se encuentra una pérdida de la propia identidad sacerdotal. Pocos la han descrito en términos más fácilmente comprensibles que Rafael Gambra en un artículo que nos honramos en reproducir este Jueves Santos como homenaje póstumo a su autor, una de las voces más autorizadas y de las pocas en España se alzaron contra la autodemolición eclesiástica en la que seguimos inmersos:
« Siempre me admiró la forma como la Iglesia Católica se entrañaba en la vida de los pueblos y de las familias. Cómo sostenía sus costumbres, haciéndose carne de ellas, y cómo a la vez las santificaba.
¡Qué obra de arte, de armonía y de profundidad fue la civilización cristiana! Las plegarias cotidianas y los toques de oración señalaban las horas del día. Las fiestas y el año litúrgico marcaban los tiempos, las faenas y el descanso. Cristianas eran las alegrías y cristianos los dolores del pueblo cristiano.
Santo el nombre de cada humano, y su fiesta era de un santo. Un sacramento alumbraba la vida que nacía, otro, la plenitud gozosa del matrimonio; otro consolaba al que se iba de este mundo. ¡Qué fácil era al cura de pueblo, desde la dignidad de su sotana, mantener el respeto reverencial y a la vez el gesto amable y paternal! ¡Qué figura venerable la del párroco de nuestra juventud! Cómo acudían a él los niños a besarle la mano, pronunciando el “Ave María Purísima”. Y a escuchar de sus labios siempre una palabra de padre. El era inequívocamente pastor, y a él acudían para consuelo y consejo las tribulaciones de la juventud y las penas de la vejez. Y aquellas gentes tenían como la mayor honra de su vida ver a un hijo suyo sacerdote. ¡Qué grandeza la de los templos que nuestra fe levantó! En cualquiera de nuestras aldeas su templo parroquial vale más que todo el pueblo junto. Y qué dignidad y belleza la del culto divino, aun con los medios más modestos. El latín, el canto gregoriano, la solemnidad de la misa “de Angelis”, obras de una tradición milenaria. Y en el funeral por el que se nos fue, qué estremecimiento íntimo en el oficio de difuntos, en el “Dies irae”, en el responso final... Las devociones sinceras de la Virgen del lugar, Las procesiones de santos, la romería anual... apostolado sencillo, religión entrañada y de verdad, que nos hizo llegar pujante y consoladora la fe de nuestros mayores, la del mismo Cristo...Pero llegó el post-concilio y con él, el “nuevo cura”. Ya todo terminó.
El sabe más que veinte siglos de catolicidad. En su inmenso portafolios lleva un nuevo culto, casi una nueva religión, que aprendió de maestros holandeses. Y un inmenso desprecio por la fe de aquel lugar. Ya no vestirá sotana, vestirá como cualquiera, y con torpe desenvoltura tratará de hablar y de reír como los demás.
Con él viene “la Iglesia de los pobres”, pero él será el primer párroco con coche (“instrumento de trabajo” para no estar nunca en el pueblo).Para reconocer en él al cura es preciso apelar a nociones abstractas, porque lo que se ve es la antítesis, su negación misma. ¡Qué afrenta a la fe, que desprecio al pueblo fiel! Ya no hay unción ni respeto, ni devoción, ni fervor. Solo ruidos, innovación, petulancia e impiedad. Ya los niños no acuden al paso del sacerdote. ¿A qué fin? Todo cuanto ha existido debe ser cambiado por “preconciliar”. Ya no suenan las campanas del Angelus, ni el pueblo se reúne en la Misa Mayor. Fiestas y procesiones han sido alteradas o suprimidas sin el menor respeto; incluso el santoral ha cambiado.
Con él viene “la Iglesia de los pobres”, pero él será el primer párroco con coche (“instrumento de trabajo” para no estar nunca en el pueblo).Para reconocer en él al cura es preciso apelar a nociones abstractas, porque lo que se ve es la antítesis, su negación misma. ¡Qué afrenta a la fe, que desprecio al pueblo fiel! Ya no hay unción ni respeto, ni devoción, ni fervor. Solo ruidos, innovación, petulancia e impiedad. Ya los niños no acuden al paso del sacerdote. ¿A qué fin? Todo cuanto ha existido debe ser cambiado por “preconciliar”. Ya no suenan las campanas del Angelus, ni el pueblo se reúne en la Misa Mayor. Fiestas y procesiones han sido alteradas o suprimidas sin el menor respeto; incluso el santoral ha cambiado.
El culto divino se ha extenuado hasta su extremo. Ya no existe el latín, ni el gregoriano de la liturgia católica; toda la polifonía clásica ha sido estirada. Salmos con ritmo protestante y ritmos irreverentes han ocupado su lugar.
Y la estridencia, la improvisación constante, el mal gusto.
Altavoces por todas partes con su resonancia metálica, altavoces de feria en el templo, hasta en los entierros. (Sordo debe ser su Dios, o no los quiere escuchar). El silencio, el recogimiento, la oración personal, no tienen ya cabida en el templo.
Y como sustancia de toda esta siniestra algarabía, la prédica “social”.
¡Que todos la escuchen callados, y que nadie se arrodille al comulgar...!
Violencia a las almas, violencia a las conciencias y a la sensibilidad... todo en nombre de la libertad y del “hombre moderno”.
Mientras tanto, las costumbres se corrompen en los pueblos, y la fe se pierde en las almas. ¿Quién enderezará ya todo esto, quién sembrara de nuevo la fe? ¡Danos, Señor, paciente y fortaleza para tantos males aguantar!».
¿Quién enderezará ya todo esto, quién sembrara de nuevo la fe? Apresura el remedio, Señor, y danos paciencia y fortaleza mientras llega ese día.
En este momento no tenemos príncipes,
ni profetas, ni jefes;
ni holocausto, ni sacrificios,
ni ofrendas, ni incienso;
ni un sitio donde ofrecerte primicias,
para alcanzar misericordia.
Por eso, acepta nuestro corazón contrito
y nuestro espíritu humilde,
como un holocausto de carneros y toros
o una multitud de corderos cebados.
Que éste sea hoy nuestro sacrificio,
y que sea agradable en tu presencia:
porque los que en ti confían
no quedan defraudados (Daniel 3, 38-40).