Planteamientos y distinciones; eutanasia eugénica, económica, selectiva, judicial, neonatal.
n los dos escritos precedentes nos hemos ocupado de las transgresiones a la vida en su fase de vida hacedera o naciente. Ahora vamos a fijar nuestra atención en las transgresiones contra la vida antes de que concluya biológicamente y de un modo natural. Con ello podrá observarse que la fuerza oscura del antivitalismo actúa de un modo permanente. Si la vida nacedera o naciente es asediada por media de la anticoncepción y del aborto, a la vida, en su proceso, se opone, con la pretensión de añadir, añadiendo al derecho a la vida un derecho sobre la vida. Este derecho tendría dos manifestaciones, la autodestrucción de la vida propia, por medio del suicidio, y la eutanasia, que justificaría otro nuevo derecho, el derecho a matar, en los supuestos de vida declinante y sufriente (la de los moribundos, para suprimir un dolor insoportable) y de vida depauperada y sin sentido (la de aquellos a los que se denomina «muertos espirituales» o «vidas sin valor»).
Conviene, por la dificultad del tema, por la confusión semántica (Ve Prefacio a «La eutanasia», de Giusto Giust, Ed. Cedam, Padova, 1982), por la corriente evolutiva conceptual del vocablo eutanasia, y para la fijación de los límites de la lección presente, distinguir entre técnica eutanásica y eutanasia. La eutanasia propiamente dicha es el supuesto derecho a matar, anticipándose a la llegada de la muerte, para suprimir, sin dolor, los sufrimientos de quien se halla afectado por enfermedad o lesión incurables. La técnica eutanásica no es más que la técnica de la muerte sin dolor, con independencia de que la persona a la que se aplica se halle o no aquejada por dolores insufribles. En la eutanasia prima la intención: suprimir el dolor por muerte indolora. En la técnica eutanásica prima el método: por vía indolora producir la muerte.
La distinción entre técnica eutanásica y eutanasia me ha parecido fundamental, al objeto de poner cada cosa en su sitio y disipar la niebla que impide la precisión necesaria en un asunto tan decisivo. A esta luz se advierte de inmediato que se califica como eutanasia, desdibujando el concepto, lo que no son más que aplicaciones de la técnica eutanásica a casos en los que se desea provocar la muerte. Tal sucede en el amplio esquema que califica de eutanasia a la extinción indolora de las vidas depauperadas a que hacíamos alusión al comienzo.
La eutanasia eugénica, que elimina a los deformes y tarados; la eutanasia económica, que suprime a los viejos, inválidos y dementes; la eutanasia selectiva, que extermina a quienes no sean de «pura sangre»; la eutanasia judicial, que aplica la pena de muerte sin dolor: la eutanasia neonatal (forma de infanticidio), no son modalidades de la eutanasia, sino puesta en juego de la técnica de la muerte indolora. Para que pueda hablarse de eutanasia en su verdadera acepción, que es la que aquí fundamentalmente nos interesa, han de coincidir el método y la intención: el método de la muerte indolora y la intención de evitar el dolor insufrible que padece aquel al que se aplica.
Sentado esto, conviene que nos detengamos, para un entendimiento clarividente de la eutanasia, en los planteamientos iniciales que se invocan, para justificarla, primero, y para legalizarla, después. Es curioso que tales planteamientos, con una dialéctica admirable, comiencen por admitir la existencia de un derecho a la vida. Este derecho postula, sin embargo —dicen los defensores de la eutanasia—, una matización, ya que se trata del derecho a una vida concorde con la dignidad humana, es decir, no sólo de un derecho a la vida, a manera de proclamación teórica, sino a una vida con cierto contenido, es decir, a una cierta calidad de vida. si este derecho a vivir con cierta calidad de vida —es decir, no de cualquier modo y a cualquier precio y a toda costa, sino con dignidad— no es posible, y no es posible a los afectados por enfermedades o lesiones incurables muy dolorosas, será necesario reconocer, frente al derecho a vivir, un derecho a morir sin dolor, para evitar la vida indigna sujeta a un dolor irresistible. En tal caso, y dada la colisión de derechos, habrá que entender que el derecho a morir tiene preferencia sobre el derecho a vivir.
Ahora bien, la puesta en ejercicio de este derecho a morir se efectúa a través de la eutanasia, en la que concurren, al menos, dos personas: el enfermo incurable y atormentado (sujeto paciente) y el que lleva a cabo la técnica eutanásica (sujeto agente). Si en la eutanasia, teniendo en cuenta la dualidad de personas que acabamos de señalar, destacamos la figura del sujeto paciente, estaremos ante el suicidio con ayuda o cooperación de otro. Si, por el contrario, ponemos nuestra atención con carácter primordial en el sujeto agente, estaremos ante el homicidio con el consentimiento de la víctima (Ve Enrico Ferri: «L´omicidio-suicidio», Turín, 1892).
¿Pero podrá hablarse correctamente de suicidio y homicidio en tales casos? ¿Merecerá la eutanasia calificaciones con tal sabor delictivo cuando al realizarse por compasión para con el moribundo, el enfermo o el lesionado, y dando respuesta positiva al derecho de morir, constituye más bien un acto de suprema caridad, una obra de misericordia cumplida con el paciente?
He aquí un haz de problemas básicos que requieren una contestación inmediata y seria, que intentamos de seguido.
En primer término, conviene precisar qué tipo de derecho es el derecho a la vida, porque la imprecisión y vaguedad del lenguaje lleva fácilmente a confundir e identificar en su tratamiento a los derechos obligacionales, a los derechos reales (ambos de naturaleza patrimonial) con los derechos funcionales y los derechos de la personalidad (que se mueven en órbita distinta). si la diferencia entre los primeros es tan sólo de carácter cuantitativo, la diferencia entre ellos y los funcionales o de la personalidad es de orden cualitativo. Para que la diferencia no pase inadvertida, pensemos en una relación obligacional (derecho del prestamista a obtener la devolución del dinero que prestó, y deber del prestatario a devolverlo), en una relación real (derecho del propietario al goce y disposición de su propiedad y deber genérico «ergo omnes» de respetarla), en una actividad funcional (la que tienen los padres en el ejercicio de la patria potestad y les confiere el derecho-deber de educar a los hijos) y en el bien protegido jurídicamente de la personalidad (derecho a la vida y a un tiempo deber de vivir y, por ello, de «curarse y de hacerse curar») (sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, 5-V1980), ya que «todos los recursos de la naturaleza han sido puestos a su disposición por el Creador para que puedan proteger y defender a los hombres de la enfermedad» (Pío XII, radiomensaje al VII Congreso Internacional de Médicos Católicos, 11-IX1956).
Los derechos de la personalidad no sólo exigen el respeto de todos, como los derechos reales, y configuran un complejo de derechos-deberes, como los funcionales, sino que, además, son innatos, consustanciales con el hombre por el hecho de ser hombre, anteriores y superiores a la sociedad y al Estado como gerente de la misma y, por todo ello, irrenunciables e indelegables.
Llegados a la conclusión de que no puede hablarse de un derecho a la vida sin un deber de vivir, conservándola, los defensores de la eutanasia plantean la cuestión, como ya indicábamos, a otro nivel, preguntando de qué vida se trata, porque si ese derecho se refiere a una cierta calidad de vida propia de la dignidad del hombre, no tiene sentido conservarla como deber cuando ello, como ocurre con el enfermo incurable y atribulado por el dolor, no resulta posible. En tal situación, en que el deber ha desaparecido, el derecho cobra su plenitud y puede ejercitarse sobre su objeto con un acto de disposición sobre la vida, al que puede llamarse «derecho a morir».
¿Pero existe el derecho a morir? Para unos, ese derecho existe, puesto que los ordenamientos jurídicos no castigan el suicidio. Para otros, ese derecho no existe, ya que «el reconocimiento del derecho a la vida (derecho de afirmación) excluye necesariamente el contrario, es decir, el derecho a la muerte (Giovanni Criscuoli, en «Rivista Diritto Civile», 1977, I, pág. 97). Mas no puede olvidarse que el suicidio no se castiga, no porque haya un derecho a morir, sino porque desapareció el delincuente, y no se olvide tampoco que hay un deber de morir, porque la muerte es ineludible y que, por tanto, ese deber se integra en el derecho a la vida, como derecho de la personalidad.
Por eso, tomando la argumentación de que el derecho a la vida lo es en tanto en cuanto se trata de una vida digna de: hombre, podemos afirmar que el derecho a morir existe pero no como derecho a morir de cualquier modo, sino como derecho a morir con dignidad.
Pero ¿qué es morir con dignidad? He aquí la clave de la eutanasia, que, comenzando por ser la muerte dulce de Francisco Bacon, gran canciller de Inglaterra en el siglo XVII, pasó a ser la muerte por compasión en el siglo XIX y hoy se equipara a la muerte digna del hombre.
Para no incurrir en desviaciones o equívocos, hay que partir de un hecho incontestable, a saber: que la muerte temporal es un imperativo biológico integrado en la vida, a la manera de epílogo o episodio final, y que, por lo tanto, hay que preverla y aceptarla con responsabilidad, incluso, como decía Seneca, como la mejor invención de la vida. Es el propio derecho a la vida el que asume con la vida, limitada como es, la muerte que la extingue. El derecho a una vida digna lo es, por ello, a una muerte digna, es decir, a un término natural y no artificial de la vida humana.
De aquí se sigue que si el derecho a una vida digna del hombre ve da su prolongación artificial , porque ello no sería otra cosa que prolongar técnicamente el proceso de agonía mortal ya insoslayable, el derecho a morir dignamente veda también la eutanasia, activa o pasiva, por la que se provoca y adelanta la muerte de modo voluntario —muerte que se puede evitar con la terapia oportuna— so pretexto de suprimir el dolor de los enfermos o lesionados. El ejercicio de un supuesto derecho a matarse y la concesión de este derecho a otro para que me mate no parece que sea un modo digno de morir. Entre el derecho a morir con dignidad y el derecho a morir matándose hay, sin duda, una enorme y radical diferencia.
El derecho a morir con dignidad supone morir «secundum natura», naturalmente y serenamente, sin sufrimientos inútiles o innecesarios, obtener alivio para tales sufrimientos y angustias, morir en paz con Dios y con los hombres y exigir que no se prolongue artificial e inútilmente la agonía (Ve Boletín «sí a la vida», septiembre 1984).