La semana pasada dediqué este comentario semanal a la situación de Nicaragua. La represión en este pequeño y querido país no ha disminuido. Si, en cambio, se han producido algunos hechos positivos, como la condena al régimen sandinista por parte de la OEA y la petición de que accedan a los requerimientos de la Iglesia y se convoquen elecciones. No creo que sirvan de mucho, porque al igual que en Venezuela, las votaciones no son libres y por lo tanto los resultados son falsos. Esto no es una novedad, porque las dictaduras actúan siempre así. En cambio, el dictador Ortega ha arremetido aún más contra la Iglesia y se multiplican los casos de profanaciones y asesinatos dentro de los templos católicos.
Pero mientras esto sucede en ese hermoso país que es Nicaragua, tengo la impresión de que el resto del mundo bosteza y mira indiferente hacia otro lado. Es verdad que los medios de comunicación están empezando a prestar atención a lo que allí sucede, pero están más entretenidos con otras cosas. La muerte de inocentes, sobre todo cuando es causada por la izquierda, no parece interesar demasiado. Y la prueba es que en Madrid el Ayuntamiento ha cedido un local a un grupo de sandinistas que justifican las matanzas en aras de no sé qué tipo de lucha por la justicia. Y no ha pasado nada y a nadie se le ha movido ni un pelo del tupé. ¿Qué hubiera ocurrido si hubiera sucedido lo contrario, que un Ayuntamiento conservador hubiera dejado ese mismo local para justificar la represión que estuviera llevando a cabo un régimen dictatorial de derechas?
No encuentro otra explicación a esta apatía, a esta falta de interés hacia el sufrimiento ajeno, que en la cada vez mayor difusión de uno de los más desconocidos y dañinos pecados capitales. La acedía. El Catecismo -que sigue existiendo, aunque algunos lo hayan arrinconado- la denomina “pereza espiritual” y la incluye entre los pecados contra el amor a Dios: la indiferencia, la ingratitud, la tibieza y el odio a Dios. Para algunos, que posiblemente están muy contentos de sí mismos, ser bueno es lo mismo que no ser malo. Para ello, la persona buena es la que no hace daño a nadie. Aparte de que esto es imposible, pues siempre se pisan algunos pies cuando uno va andando por los caminos de la vida, este tipo de bondad es parcial y, por lo tanto, falsa. Tan falsa como las medias verdades. Ser bueno sólo puede ser equiparado a ser bueno. No ser malo es la mitad o el principio si se quiere de ser bueno, pero no es más que eso. No hacer el mal no significa hacer el bien. O, dicho de otro modo, hay pecados de comisión -y no me refiero a las mordidas de la corrupción, sino al mal que llevas a cabo- y pecados de omisión. El bien que puedes hacer y no haces es un pecado. No darte cuenta de eso y, por lo tanto, no luchar para ponerle remedio forma parte de ese ambiente de atontamiento en que nos hemos sumergido los católicos de hoy. No somos malos ni buenos. Somos tibios y, como dice el Apocalipsis cuando el ángel se dirige a la Iglesia de Laodicea: “A los tibios los vomito”.
En Nicaragua, en Venezuela, en Siria y quizá mucho más cerca de cada uno de nosotros, están sucediendo cosas terribles. La pereza espiritual, la acedía, junto con su cortejo de amigas: la indiferencia, la ingratitud y la tibieza, nos llevan a mirar hacia otro sitio para que no nos salpique la sangre ajena y no nos turbe nuestra siesta. Pero nuestros hermanos están ahí, nos necesitan y en ellos está Dios mismos suplicando ayuda. Si hoy no les hacemos caso, posiblemente mañana seremos nosotros las víctimas y sabremos lo duro que es extender las manos pidiendo limosna mientras los que pasan a nuestro lado siguen su camino mirando hacia otra parte.