Charles Péguy, famoso escritor francés de principios de siglo, escribe la siguiente reflexión en su obra El misterio de la caridad de Juana de Arco:
“Oh Dios mío, si solo viéramos el inicio de tu reino. Si solo viéramos levantarse el sol de tu reino. Pero nada, nunca nada. Nos has enviado a tu Hijo, al que tanto amabas; vino tu Hijo, que sufrió tanto, y murió, y nada, nunca nada. Si solo viéramos el despuntar de tu reino. Y has enviado a tus santos, los has llamado a cada uno por su nombre, vosotros santos hijos míos, vosotras santas hijas mías; y vinieron tus santos, y vinieron tus santas, y nada, nunca nada. Pasaron los años, tantos años que no sé su número; pasaron siglos, siglos de cristiandad desde el nacimiento, la muerte y la predicación. Y nada, nada, jamás nada.
Dios mío, ¿será posible que tu Hijo haya muerto en vano? ¿Que haya venido sin que esto sirviera para nada? Es peor que nunca. Si al menos se viera levantarse el sol de tu justicia... Pero se diría, Dios mío, perdóname, se diría que tu reino desaparece. ¿Será posible que nos hayas enviado a tu Hijo en vano y que haya muerto? ¿Será posible que Él se sacrifique y que nosotros lo sacrifiquemos diariamente en vano? ¿En vano se levantó una cruz un día y en vano la levantamos nosotros diariamente? ¿Qué se ha hecho del pueblo cristiano, Dios mío, de tu pueblo? Y no se trata solo de las tentaciones que nos asedian, sino de las tentaciones que triunfan: son las tentaciones las que reinan; es el reinado de la tentación; el dominio de los reinos de la tierra ha caído enteramente bajo el reinado de la tentación; y lo malo sucumbe a la tentación del mal, de hacer el mal a los otros; y perdóname, Dios mío, de hacerte mal a ti; pero los buenos, los que eran buenos, sucumben a una tentación infinitamente peor: a la tentación de creer que Tú los has abandonado.
Dios mío, líbranos del mal, líbranos del mal. Si aún no ha habido bastantes santas y bastantes santos, envíanos cuantos sean precisos; envíanoslos hasta que el enemigo se canse. Nosotros les seguiremos, Dios mío. Haremos todo lo que quieras. Haremos todo lo que ellos quieran. Haremos todo lo que ellos nos digan en tu nombre. Somos tus fieles, envíanos tus santos; somos tus ovejas, envíanos tus pastores; somos la grey, envíanos los pastores. Somos buenos cristianos, Tú sabes que somos buenos cristianos. ¿Cómo puede ser, entonces, que tantos buenos cristianos no constituyan una buena cristiandad?”
Y es que son muchas las ocasiones en que nos dejamos llevar de un pesimismo alarmante, que llega casi a la falta absoluta de la confianza que ponemos en Dios. Y seguimos sin creernos las últimas palabras del evangelio de hoy: El que come de este pan vivirá para siempre. Y viene al caso este planteamiento, motivado por lo que estos días está sucediendo en nuestra bendita Iglesia…
Cuando, en vez de reconocer la realidad puntual de las palabras de Jesús, las reducimos a una afirmación admitida por principio pero completamente abstracta, es decir, negamos de hecho que la acción concreta e histórica de la gracia del Señor es necesaria en cada paso de la vida cristiana, la Iglesia termina también por convertirse en una organización para lanzar mensajes, una multinacional para la programación de actividades y reuniones con contenidos ético-religiosos… Y lo más grave: los pecados de sus ministros que tanto afean el rostro de la Iglesia y que son verdaderos crímenes contra aquellos a los que les robaron la infancia.
Y tal vez toda la historia de la Iglesia, de un modo o de otro, transcurre en esta tentación, que en el fondo es la tentación más anticristiana: la tentación de no reconocer que Jesús mismo es necesario, que no bastan sólo sus palabras o su recuerdo para vivir y obrar cristianamente. La tentación de no buscarle como realidad presente y operante, o sea, como realmente resucitado. Sucumbir a esta tentación nos lleva al desánimo, al fracaso, a la tristeza interior, que es nuestro mayor pecado como cristianos, porque no transmitimos así a un Cristo que está vivo. “Tú nos eres necesario, oh Redentor nuestro, para descubrir nuestra miseria y para curarla; para tener el concepto del bien y del mal y la esperanza de la santidad; para deplorar nuestros pecados y conseguir el perdón”. Así escribía Giovanni Battista Montini, el futuro San Pablo VI, en su primera carta pastoral como arzobispo de Milán a sus diocesanos.
El Señor elige a quien quiere, cumple milagros para quien quiere, y cuando elige a los más pequeños y a los más inermes es para resaltar aún más que es Él quien obra.
Cuando Santa Teresa de Lisieux, por indicación de su priora, que era también la mayor de sus hermanas, comienza a escribir su diario espiritual, que redactará en tres cuadernos de escuela, en su celda abre al azar el Evangelio y lee las palabras de Marcos: Jesús subió a la montaña y llamó a los que Él quiso y se reunieron con Él. Teresa comenta en seguida: “Este es el misterio de mi vocación y de mi vida entera; y en particular el misterio de los privilegios de Jesús sobre mi alma”. Jesús no llama a los que son dignos, sino a los que Él quiere, o como dice San Pablo: Dios tiene piedad de quien quiere y tiene misericordia de quien quiere. En consecuencia, la cosa no está en que uno quiera o se afane, sino en que Dios tenga misericordia. La santidad no es el producto de nuestras buenas disposiciones, y ni siquiera de nuestra aplicación. Cuando Dios la concede, lo hace gratuitamente, no como premio debido y automático por nuestras iniciativas y tentativas. Y en la plena libertad de su predilección puede decidir amarnos cuando quiera y como quiera, así como somos, con todos nuestros pecados y nuestros límites, para hacernos, en virtud de su predilección, santos, es decir, salvados ante Él por su amor. Como San Pablo y San Juan repiten casi con idénticas palabras, no hemos sido nosotros los primeros que hemos amado a Dios, sino que es Dios quien nos ha amado antes, cuando nosotros ni siquiera lo pensábamos y aún éramos pecadores. Por tanto, no por nuestros esfuerzos, no porque somos dignos, y ni siquiera por nuestra expectativa natural, sino solo porque a su Hijo unigénito le gusta así. Y esta acción previniente de la gracia es necesaria para todo paso de la vida cristiana. El secreto de la santidad de Teresa es que la santidad procede totalmente de Dios. En ella la santidad no es una montaña que se escala por osados senderos ascéticos, casi para hacernos dignos paso tras paso de la gracia divina con nuestras propias manos. Más bien es dejarse llevar en brazos como los niños; y el ascensor que lleva hacia arriba son los brazos de Jesús, como escribe en su diario. No por los puños, no porque valgamos más. El Señor nos llama a todos. Lo otro son actitudes un tanto escandalosas, sobre todo para los que no pueden con sus propias faltas. Es Dios el que ama. Es este Pan eucarístico, es este sacrificio el que nos convierte.
Después de lo dicho, ¿es que Dios sólo quiere a unos, va a tener misericordia sólo con unos? Al contrario: nuestra libertad nos hace acercarnos a Él, buscarle…
Antes de terminar, permitidme que recuerde al autor con el que empezaba, Charles Péguy, que dice que hay algo peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada. Que no nos acostumbremos a dejarnos conducir por la tibieza. Pidámosle a la Santísima Virgen la gracia suficiente para convertirnos, para buscar estos caminos de vida, para buscar al Señor y dejarnos inundar por su palabra y por su Cuerpo que nos da la vida.
Después de la Comunión, podemos rezar esta hermosa oración de San Bernardo, al que celebraremos el próximo lunes. Sobre estas líneas: Aparición de la Virgen a San Bernardo por Filippino Lippi.
“Tú, quienquiera que seas y te sientas arrastrado por la corriente de este mundo, náufrago de la galerna y de la tormenta, sin estribo en tierra firme, no apartes tu vista del resplandor de esta estrella si no quieres sumergirte bajo las aguas.
Si se levantan los vientos de las tentaciones, si te ves arrastrado contra las rocas del abatimiento, mira a la Estrella, invoca a María.
Si eres batido por las olas de la soberbia, de la ambición, de la detracción o de la envidia, mira a la Estrella, invoca a María.
Si la ira o la avaricia o la seducción carnal sacuden con furia la navecilla de tu espíritu, vuelve tus ojos a María.
Si angustiado por la enormidad de tus crímenes o aturdido por la deformidad de tu conciencia, o aterrado por el pavor del juicio, comienza a engullirte el abismo de la tristeza o el infierno de la desesperación, piensa en María.
Si te asalta el peligro, la angustia o la duda, recurre a María, invoca a María.
Que nunca se cierre tu boca al nombre de María, que no se ausente de tu corazón, que no traiciones el ejemplo de su vida; así podrás contar con el sufragio de su intercesión.
Si la sigues, no te desviarás; si recurres a Ella, no desesperarás.
Si la recuerdas, no caerás en el error.
Si Ella te sostiene, no vendrás abajo.
Nada temerás si te protege.
Si te dejas llevar por Ella, no te fatigarás.
Con su favor llegarás a puerto.
Mira a la Estrella, invoca a María”.