A cualquier lector debiera resultar evidente que el título no es más que una provocación: para el que suscribe es también evidente que el aborto es un crimen, y que se está utilizando este crimen como pretexto para una amplísima operación de ingeniería social dirigida a subvertir desde su raíz los ya casi muertos valores sobre los que descansaba la estructura de la sociedad española. Se trata de una batalla por la hegemonía cultural y esta batalla hay que librarla.
Lo que ya me tiene harto hasta el hastío es la perversa identificación entre lucha contra el aborto o, en positivo, defensa de la vida, con la condición de creyente católico. Y ahora mismo vuelvo a proclamarme como tal, católico, apostólico y romano, por si queda alguna duda. Y como tal declaro también que la defensa de la vida del no nacido es una cuestión de orden político y no tiene nada que ver con mi vivencia existencial de cristiano. ¿Sorprendidos?. Vayamos por partes.
¿Por qué me confieso católico?. Por la sencilla razón de que ante la pregunta acerca de mi vida, acerca de mí mismo, pregunta a la que jamás conseguí dar respuesta por mí y desde mí, la única verdad que se me ha dado (y hago hincapié en este aspecto del don: que se me ha dado, ya que por mis solas fuerzas nunca conseguí respuesta alguna que rebasara los infranqueables límites del absurdo) es que una vez hubo un hombre que murió y resucitó, lo que puso de manifiesto la existencia de un Dios-amor que habla a los hombres, que toma la palabra, que se revela.
Que exista ese Dios-amor que toma la iniciativa y habla a los hombres resulta fundamental para caer en la cuenta de que, contra Feuerbach, ese tal Dios no ha sido inventado por mí y consecuentemente mi existencia como hombre, tanto a nivel individual como en el sentido de la especie, tiene una explicación que va más allá de la simple agregación al azar de la materia hasta dar lugar a un ente que no es más que materia pensante, lo cual es una aberración frente al resto de formas de organización de la materia que podemos ver en el Universo. En definitiva, sólo desde la comprensión que nos otorga la existencia de un Dios-amor que nos habla podemos sentir que somos “alguien”. Y de ahí deriva todo lo demás.
Y esto es precisamente lo que la Iglesia rememora una vez más la semana que viene. Que sucedió una vez en la Historia, dentro del tiempo humano y dentro del espaciotiempo físico, un acontecimiento único por completo contrario a esas mismas leyes de la naturaleza que condenan al hombre a ser una forma más de agregación de la materia.
Pero tal acontecimiento aparece como un imposible ante la razón humana, de ahí la permanente tentación dentro de la propia Iglesia a disfrazar el producto, a presentar ante el mundo sucedáneos más asequibles envueltos bajo el ropaje de los valores y los principios, cosa que no hace sino ocultar el escándalo radical de lo humanamente imposible. Como siempre, el pánico de toda la vida a perder la clientela.
Por el contrario, la “gran batalla por la defensa de la vida” no me aporta absolutamente nada en mi vida de fe, en el duro itinerario espiritual a través del desierto en constante seguimiento de Aquél que resucitó de entre los muertos; no es más que una “causa”, que como todas, está orientada a movilizar y activar el componente emocional de los individuos: tanto el ecologismo, como el pacifismo, como la justicia social, como la defensa de la vida, no son más que alimento para las pasiones colectivas, catalizadores de movilización de masas y en última instancia, herramientas de ingeniería social y, lo que no se ve a primera vista, de obtención de control y poder político sobre las mismas masas.
Pues en última instancia, y aprovechando la buena fe de millones de personas, la “defensa de la vida”, igual que otras “causas” esgrimidas desde otros sectores, se utiliza para crear estados de opinión, para movilizar emocionalmente a sectores lo más numerosos posible de la sociedad y para ejercer presión sobre el poder político incidiendo en la herramienta última que permite el acceso al mismo, que no es otra que el voto, todo ello en función de intereses que pasan siempre por organizar la sociedad entera con referencia a alguna ideología determinada, llámese la “fraternidad universal socialista” o el “reinado social de Jesucristo”.
Y sin embargo, el católico que realiza su camino espiritual en solitario a través del desierto de la fe puede perder de vista a Aquél al que va siguiendo, distraído por “emociones políticas” del momento que siempre resultan más gratificantes a corto plazo, pues proporcionan un placentero sentimiento de confortable pertenencia e incuestionable identidad. Y ésto es algo que no fue pretendido por Aquél que resucitó de entre los muertos.
La decepción de los de Emaús, la desesperación de Judas y la huída de los Apóstoles vinieron al fin y al cabo al comprobar que aquél “Mesías” no era un “Rey Político”, y que el orden social en cada caso debía quedar tal cual; que el nuevo “reino” lo sería sólo en los corazones de los hombres, que desde entonces estarían llamados a ser granos de trigo entre la cizaña, granos de sal en medio del guiso y pequeñas velas en medio de las tinieblas. Pero el hombre moderno no puede aceptar ésto, y anda buscando siempre “causas” políticas en las que comprometerse, y aún mucho menos el hombre postomoderno, que anda buscando siempre grandes experiencias emocionales en las que “sentirse”.
Y así, el “producto” original no está de moda, los vendedores temen perder la clientela y recurren a los sucedáneos modernos y postmodernos. Pero todo eso pasará, mientras que las palabras del Dios-amor que ha tomado la iniciativa no pasarán. Y así, se me antoja que la confusión entre lo político y lo espiritual vuelve a ser, ni más ni menos, que una nueva (si bien muy vieja) forma de idolatría. Y por eso estoy hasta las narices.