Benedicto XVI probablemente recordará la semana pasada como una de las más amargas de su pontificado. El intento, por parte de los de siempre, de implicarle en la protección a un sacerdote pederasta ha hecho sufrir, con toda seguridad, al Santo Padre, que ha visto su honor ultrajado.
Las televisiones y los diarios se han cebado con el caso. Por si fuera poco, la basura ha sido vertida también sobre el hermano del Papa, al que acusan de haber pegado bofetones a algunos jóvenes del coro que dirigía hace un montón de años, acción a la que, en titulares, han calificado de «abusos». El Vaticano ha tenido que emitir un comunicado aclarando que el Pontífice no tuvo nada que ver con la aceptación en su diócesis de Munich del sacerdote en cuestión, cuyos actos de pederastia fueron cometidos después.
Del mismo modo, resulta ridículo llamar «abuso» a dar dos tortas a un adolescente, sobre todo cuando eso tuvo lugar en una época en que ese tipo de «pedagogía» era no sólo normal, sino recomendada.
Llevamos años padeciendo una indefensión total, pues cuando se trata de difamar a un sacerdote no se aplica la norma básica del derecho: «Sin pruebas no hay caso y todo el mundo tiene derecho a la presunción de inocencia». Contra el clero vale todo, pues aunque no se pueda probar nada, se cumple lo de «calumnia, que algo queda». Envalentonados por este éxito, disparan ahora a la cabeza. Sólo cabe confiar en Dios y rezar. Que no le falte al Papa nuestro apoyo.