¿Regresar al autoritarismo es la solución?

Respondo al encabezamiento: no. Se trata de recuperar un ejercicio ponderado de la autoridad en la escuela y en el hogar. Entre el permisivismo y el autoritarismo hay un punto medio que habla de una autoridad de prestigio, ejemplar, que es firme y sabe, a la vez, plantear las órdenes, las reglas, los límites con criterio, coherencia y calidez.  No es la solución regresar a aquel padre que daba miedo. Ni a aquel maestro que asustaba y amenazaba con golpear con la regla. Pero todo esto no significa que no tenga sentido corregir, reprender, amonestar e incluso, en alguna ocasión, administrar una sanción o castigo bien explicado y aplicado sin agresividad. “Sal de clase: te quedas sin recreo” tiene sentido en la escuela. “Vete a la habitación de pensar, dejaremos la puerta abierta, pero te vas a estar reflexionando un buen rato” en casa.  

Para aclararnos un poco nos hemos de retrotraer brevísimamente a lo que ha sucedido por lo menos en los últimos 100 años en este tema y reflexionar. Empecemos con un ejemplo ilustrativo de los años ’20, situado en la estela de la influencia Jean-Jacques Rousseau, Lev Tolstói, y el español Francesc Ferrer y Guardia entre otros. Estamos hablando de la primera escuela auténticamente libre: la Summerhill School, fundada en 1921 en Inglaterra por A.S. Neill, educador escocés. En esta escuela libertaria el eje es la autorregulación.  Es una escuela democrática pionera en la que los estudiantes tienen total libertad para elegir cómo pasan su tiempo. Es una educación sin coerción y un rechazo de la autoridad de siempre. Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Rousseau y Dewey

Hemos hablado de los últimos 100 años, pero para encontrar la raíz de todo el antiautoritarismo moderno creo que nos hemos de ir, en un breve salto, al siglo XVIII. Hemos de acercarnos hasta Jean-Jacques Rousseau, filósofo de la Ilustración (1712-1778). En su obra Emilio, o De la educación (1762), Rousseau defiende la idea de que el niño es bueno por naturaleza y que la autoridad de los adultos—la sociedad, los padres, los maestros, etc.— corrompe su inocencia y sus instintos naturales. Consideramos que ahí comienza a ser impugnada la autoridad de los mayores. Estas ideas abrieron la puerta a la noción de que la autoridad parental y educativa no solo es casi innecesaria, sino perjudicial para el desarrollo moral del menor. La utopía de que los niños deben ser protegidos de cualquier forma de control externo es uno de los pilares del pensamiento antiautoritario en la escuela e indirectamente en la familia. Hecha esta reflexión nos vamos, ahora sí, al siglo XX, para conocer a John Dewey, heredero de Rousseau en algunos aspectos.

John Dewey, (1859-1952), fue un psicólogo y pedagogo norteamericano y fue uno de los principales defensores de la educación centrada en el niño. Primera consideración: cuando hablamos del protagonismo central del niño en la escuela y en el hogar estamos implícitamente devaluando la tarea parental y del maestro. Para Dewey, la educación debía ser una experiencia democrática en la que los estudiantes participaran activamente, en lugar de ser sujetos pasivos en una jerarquía rígida de autoridad. Así lo consigna en su Democracy and Education (Democracia y educación, 1916).

El error grave de este pensamiento es creer que el niño es activo solo cuando actúa visiblemente, se mueve y experimenta. Si solo escucha, o toma notas, como en la educación clásica, Dewey juzga esta tarea como pasividad sin entender todo el trabajo de comprensión que desarrolla el estudiante en su mente atento al profesor. Dewey promovía la idea de que los niños deben aprender haciendo y tener la oportunidad de tomar decisiones sobre su propio aprendizaje. Si bien este enfoque tiene aspectos positivos en determinadas tareas, no puede ser absolutizado. Nadie niega que el niño haga trabajo práctico, pero siempre bajo la dirección del maestro, que es la figura central en la transmisión del conocimiento, y además porque los saberes y contenidos siempre vienen exigidos como base de la práctica.

Tras Dewey, al enfocar la educación en la experiencia activa del estudiante y en la democracia dentro del aula, se ha diluido el papel de los adultos como transmisores de la tradición y del conocimiento. Ya no solo se devalúa al maestro sino también a la legítima autoridad escolar que imparte unos contenidos decantados a lo largo de los siglos y de las tradiciones occidentales.

Las sociedades occidentales tras la Segunda Guerra Mundial

Desde distintas perspectivas, las iremos viendo, la sociedad de postguerra (II Guerra  Mundial) comenzó a sospechar de la autoridad, casi de cualquier autoridad. Estos nuevos códigos eran más aplicables en el mundo familiar, escolar, psicológico y moral, menos en el político o penal. El niño, el estudiante, el ciudadano adquirió un nuevo estatus en un mundo más centrado en los derechos, en el individuo, quizá no tanto en los deberes. Se intentó superar la invisibilidad del niño de siglos anteriores quizá radicalmente.

Recurramos para pensar estos temas a Hannah Arendt (1906-1975), filósofa y ensayista política alemana, muy atenta a las vicisitudes de su tiempo. ¿Qué es la autoridad?  y La crisis de la educación son dos capítulos de su libro Entre el pasado y el futuro (Between Past and Future) publicado en 1961. En esta obra Arendt, consciente de la crisis de autoridad ya evidente a mediados de siglo, recopila y reflexiona en estos ensayos sobre cómo la autoridad, la tradición, la libertad y la modernidad entran en conflicto. Y allí señala la distinción clara entre la autoridad como poder y coerción y, en otro plano, la autoridad como una relación basada en el reconocimiento y el respeto mutuos, donde los adultos asumen la responsabilidad de guiar a las nuevas generaciones y preservar el mundo compartido. De este modo los adultos transmiten a los más jóvenes las reglas, los saberes, la tradición de un mundo que hay que preservar para que también, cuando estos jóvenes lleguen a mayores, puedan mejorarlo. No toda autoridad es sospechosa, apuntaba Hannah Arendt.

En esta línea retomemos la antigua distinción latina – en la vida política, familiar y jurídica- entre dos formas de ejercer la autoridad desde distintos fundamentos: subrayemos las claras diferencias entre la  auctoritas (prestigio, coherencia) y la potestas (la coerción, control de la ley). Esta distinción es aplicable al aula y a la familia. Y si nos vamos a los estilos de parentalidad propuestos por Diana Baumrind (1927-2018), psicóloga del desarrollo estadounidense, nos encontramos con una distinción clara entre el authoritative parenting, es decir parentalidad autorizada, firme y cordial y el authoritarian parenting, firme pero autoritario y distante.  No toda autoridad es autoritarismo.

La crisis de autoridad en los ejes de la civilización

Jean-François Lyotard (1924-1998), filósofo francés teórico de la posmodernidad, argumenta que los grandes relatos (o "metarrelatos", que son los ejes vertebradores de la civilización occidental) están en vías de extinción y pierden legitimidad: religión, estado, escuela y familia. De hecho, la posmodernidad desautoriza todo el proyecto moderno (razón, progreso, la liberación de las opresiones, la lucha por los derechos, la llegada de una sociedad más justa, la nueva verdad científica, los mismos valores ilustrados). Su principal libro se denomina La condition postmoderne (La condición posmoderna), publicado en 1979. Él mismo se autoproclama como un postmoderno descreído que relativiza los ejes de casi todo aquello que ha tenido valor en los últimos tres o cuatro siglos. Y en esa misma medida desacredita todo lo que suene a una autoridad que, para él, está en vías de extinción. Han desparecido las certezas y la misma verdad, solo queda la desconfianza y un saber fragmentado y pluralista que es difícilmente reivindicable desde la duda y la provisionalidad. El hombre se ha de reconstruir cada día a sí mismo.

La escuela y la familia viven este clima desde hace décadas y Lyotard se suma a lo que está sucediendo en Occidente en ese punto de inflexión que dibuja la década de los ’60 con el Movimientos Hippie californiano y el Mayo del 68 francés. No nos equivocaríamos si dijéramos que en estos años se está también glamurizando un anarquismo contagioso en una versión más juvenil y menos violenta que el de las corrientes libertarias del siglo XIX.

Recapitulemos algunas raíces de este antiautoritarismo

Toda la sociedad -arte, cultura, modas- queda impregnada de estos nuevos estilos de vida.  Los más democrático es considerar que el niño y el estudiante tienen el mismo estatus que el padre o el maestro. Es más, que el niño cuenta con una sabiduría interior básica que no se puede conculcar sino incentivar. El niño parte de una bondad natural y los padres y maestros deben respetarla y acompañarla democráticamente. Los niños y los estudiantes han de dejar de ser sujetos pasivos para ir más allá de la jerarquía rígida y autoritaria que había predominado hasta el siglo XIX. Se les debe dar voz y voto. El padre y el profesor deben acompañar, facilitar el desarrollo de este niño casi omnisciente y no deben casi ni intervenir. Rousseau y Dewey resuenan detrás de estas proclamas. Insisto, se considera que la autoridad adulta, en estas perspectivas, podía llegar a ser represiva y debía ponerse bajo sospecha ante cualquier duda.

Subrayémoslo: el padre, y sobre todo el maestro iba, en esta deriva, quedando desautorizado en su labor de transmisión del conocimiento. Un conocimiento que, para la escuela progresista, también era una losa autoritaria que no debía caer sobre el niño que ya contaba con sus propios intereses. Pierre Bourdieu (1930-2002), sociólogo de la educación francés, señala que la cultura dominante no podía ser impuesta pues solo beneficiaba a los privilegiados capaces de entenderla. De ese modo la escuela se convertía en  La reproducción (La reproduction, 1970) de las elites. En el contexto de esta crisis de transmisión, algunos pedagogos, influenciados por los análisis de Bourdieu, cuestionan la legitimidad de imponer un canon cultural o determinados conocimientos específicos. Todo ello significaba que las humanidades, en términos castizos, ya podían empezar a temblar. Todo ello suponía la erosión de la autoridad del maestro y de la institución escolar en su jerarquía y sus currículums. Era la relativización de los contenidos y de la transmisión: importaba más el cómo hacer de la aplicación de las competencias que el qué saber de los contenidos. Los maestros quedaban en entredicho. Hannah Arendt ya percibía este cambio en los años ‘50 y señalaba que los estudiantes no podían culturalmente entender el mundo sin conocer un legado cultural de siglos. Arendt consideraba que, sin esta transmisión, las sociedades pierden la conexión con su historia y su cultura, y los individuos no pueden participar plenamente en la vida cívica y mejorar la sociedad con su propio aliento.

Padres que temen ejercer la autoridad

Muchos padres, lo recordamos, tras la Segunda Guerra Mundial, fueron bombardeados por ciertas ideas freudianas y sobre todo por la psicología humanista de Rogers y la pediatría del Dr. Spock. No querían ser unos padres represores, debían ser tolerantes, condescendientes. No podían frustrar a los niños ni crearles traumas. Y se ahorraban limites y guías y negociaban cada paso con sus hijos. Se inició la entronización del estilo parental permisivo, también estudiado por Baumrind. Un estilo parental que a veces era puro dejar hacer sin criterio y que podía desembocar en el estilo parental negligente donde los padres directamente desaparecían de la vida de unos hijos metafóricamente abandonados a su suerte.

El enfoque del Carl Rogers (1902-1987), padre de la psicología humanista, consideraba que el niño debía autoexpresarse, ser él mismo, realizarse y en esa misma medida debía ser amado incondicionalmente. Hay aspectos positivos. No todo en Rogers era negativo sin embargo con los años las interpretaciones lo fueron convirtiendo en un adalid de la ausencia de reglas en aras a una mayor libertad emocional. Finalmente, el legado de Rogers cae en una moral emotivista donde solo gobiernan el gusto, la apetencia, la elección meramente estética.

En una línea semejante el pediatra conocido en todo el mundo como el Dr. Benjamin Spock (Dr. Spock, 1903-1998) escribió un libro que ha influido durante décadas. La primera edición es de 1946, The Common Sense Book of Baby and Child Care (El Cuidado De Su Hijo Del Dr. Spock). Spock en este libro insistía en la flexibilidad (concepto con resonancias positivas y también negativas) en la crianza del niño. Era una educación centrada en no dañar la autoestima de los hijos. Esta flexibilidad radicalizada atenazó, incluso paralizó, a muchos padres que no se atrevían a contrariar o entrar en conflicto con el niño, y luego el adolescente. Lo cuidaban tanto -alejándose del otro extremo rígido e hiperautoritario de la época- que tal indulgencia se deshizo de los marcos normativos y de responsabilidad. Se idealizó la libertad del niño y se estigmatizó la autoridad paterna, que, como vamos viendo, puede ser ejercida con mucha ponderación. El niño creció casi sin responsabilidades y se deslizó hacia un narcisismo incapaz de aceptar la frustración. Algunos le atribuyen al Dr. Spock, la rebeldía de una generación de adolescentes y jóvenes. Estos adolescentes autoindulgentes no facilitaban desde luego las mejores praxis en la escuela. Pero, insistamos, la rebeldía juvenil de los años ’60 y ’70 es multicausal. El Dr. Spock, con el paso de las décadas acabó matizando sus propuestas -quizá mal entendidas o mal explicadas- a favor de una paternidad más directiva, pero llegó tarde.  

Cambio cultural, hiperconsumo, rebeldía

Creo que también se puede destacar que el consumo generalizado a partir de los ’50, '60, '70, '80, etc., hasta hoy, también ha contribuido a la crisis de la autoridad:  empezando por el niño cliente, y siguiendo claramente por la moda, la cultura Pop y Rock. La actitud de las estrellas del Pop-Rock eran contraejemplares con sus vidas desafiantes donde junto a la música destacaba la droga.  Asimismo, la nueva moral sexual imperante -unida a las múltiples concausas repasadas- contribuyó a generar un hijo más rebelde y un estudiante académicamente también más ingobernable o disidente.

Los niños y adolescentes se convirtieron en prescriptores de consumo. El marketing se fijó en ellos y se creó una nueva publicidad sobre la base de una nueva cultura más alternativa y contestataria. La adolescencia se convertía en aquella edad en que obligatoriamente había que chocar con el mundo, padres y profesores. La contracultura de los ’60 y ’70 dio lugar a un nuevo producto de consumo que acababa escenificándose: la rebeldía iba aparejada a la discusión de la autoridad de los mayores también en el plano político. Rebelarse vende es el título de un libro escrito por Joseph Heath y Andrew Potter, publicado originalmente en 2004. El título completo en inglés es The Rebel Sell: How the Counterculture Became Consumer Culture. El capitalismo tardío ha mercantilizado muy sutilmente todas estas culturas alternativas y antisistema de las últimas décadas. A demás la juventud se alarga y los menos jóvenes, incluso mayores, entre ellos muchos pedagogos, se han subido a la rueda antiautoritaria que desemboca en algunas Leyes de educación  estatales corrosivas. La LOMLOE es la última expresión de este antiautoritarismo que desarticula la educación. Dicho con todos los matices que sea preciso, a menudo, los padres no exigen, los profesores no pueden exigir y la sociedad no educa. Y los profesores trinan.