Escribe José Luis Martín Descalzo1 en su magnífica obra Vida y misterio de Jesús de Nazaret que difícilmente nos imaginamos hoy hasta qué extremos llegó en el mundo antiguo la discriminación de la mujer. Las religiones orientales llegaban a negarle la naturaleza humana. El culto de Mithra, que señoreó en todo el imperio romano en los comienzos de la difusión del cristianismo, excluía radicalmente a las mujeres. Sócrates las ignoraba completamente. Platón no encuentra sitio para ellas en su organización social… Aristóteles juzga a la mujer defectuosa e incompleta por naturaleza… La misma opinión compartían Pitágoras y Cicerón… Y en la Roma de los césares el gran elogio sobre la tumba de una matrona era poder escribir: Domi mansit, lanam fecit (Permaneció en su casa, se dedicó a hilar lana).
Todo este desprecio se incrementaba al mezclarse con lo religioso entre los judíos contemporáneos de Jesús: la mujer era indigna de participar en la mayoría de las fiestas religiosas, no podía estudiar la torá ni participar en modo alguno en el servicio del santuario. No se aceptaba en juicio alguno el testimonio de una mujer, salvo en los problemas estrictamente familiares. Estaba obligada a un ritual permanente de purificación, especialmente en las fechas que tenían que ver algo con lo sexual (la regla o el parto). Tres veces al día todo judío varón rezaba así: Bendito seas Tú, Señor, porque no me has hecho gentil, mujer o esclavo. En fin, no debo extenderme con más ejemplos. Insisto que hoy difícilmente nos imaginamos hasta qué extremos era real la absoluta discriminación de la mujer.
Es un hecho incuestionable que la postura que Jesús iba a adoptar frente a la mujer llamó poderosamente la atención en su tiempo. Los evangelios reflejan cumplidamente ese asombro, el escándalo que provoca entre sus enemigos y hasta el desconcierto que se crea entre los suyos. Recordemos la escena de la pecadora que, en casa de Simón, se arroja a sus pies y se los lava con su llanto y los enjuga con su cabellera. Aceptar este gesto de una prostituta era algo inconcebible para cuantos le rodeaban. Más todavía: el escándalo de los fariseos era, realmente, inevitable. Y ya siempre le acusarán de mezclarse con publicanos y prostitutas, sobre todo cuando Jesús se atreva a decir que ellas y ellos precederán a los demás en el reino de los cielos (Mt 21,31).
Pero para el público presente en la escena del evangelio que leemos este domingo, todavía fue más extraña la defensa que Jesús hace de la mujer sorprendida en flagrante adulterio. Jesús, que, naturalmente, reconoce que la mujer ha pecado y la trata como pecadora (por eso perdona sus pecados), lo que no tolera es ni la discriminación de quienes en el adulterio solo veían el pecado de la mujer, ni el bárbaro apedreamiento de los que se atribuían una sentencia que sólo corresponde a Dios. Jesús, que ama toda vida, ama doblemente la de esta pecadora. Y la defiende con riesgo de la propia, ya que, al hacerlo, viola un precepto legal. La mujer adúltera es el hijo que se va de casa. Y Jesús recibe a esta hija.
Lo que queda claro es que el Señor no la condena; por el contrario, la salva de la lapidación2. No le dice que no ha pecado, sino: Yo no te condeno; anda y en adelante no peques más (cf. Jn 8,11). En realidad, solo Cristo puede salvar al hombre, porque toma sobre sí su pecado y le ofrece la posibilidad de cambiar.
Este pasaje evangélico enseña claramente que el perdón cristiano no es sinónimo de simple tolerancia, sino que implica algo más arduo. No significa olvidar el mal o, peor todavía, negarlo. Dios no perdona el mal, sino a la persona; y enseña a distinguir el acto malo, que como tal hay que condenar, de la persona que lo ha cometido, a la que ofrece la posibilidad de cambiar. Mientras que el hombre tiende a identificar al pecador con su pecado, cerrándole así toda vía de salida, el Padre celestial, en cambio, envió a su Hijo al mundo para ofrecer a todos un camino de salvación. Cristo es este camino y, muriendo en la cruz, nos ha redimido de nuestros pecados.
A los hombres y mujeres de todas las épocas, Jesús les repite: Yo no te condeno, anda, y en adelante no peques más. ¿Cómo reflexionar sobre este evangelio, sin experimentar una sensación de confianza? ¿Cómo no reconocer en él una buena noticia para los hombres y mujeres de nuestros días, deseosos de redescubrir el verdadero sentido de la misericordia y del perdón?
Hay necesidad de perdón cristiano, que infunda esperanza y confianza sin debilitar la lucha contra el mal. Hay necesidad de dar y recibir misericordia. Pero no seremos capaces de perdonar, si antes no nos dejamos perdonar por Dios, reconociéndonos como objeto de su misericordia. Solo estaremos dispuestos a perdonar las faltas de los demás si tomamos conciencia de la deuda enorme que se nos ha perdonado.
El Señor nos lo aclara hoy en el evangelio. Es necesario descubrir dónde está el pecado, pedirle perdón a Dios por nuestras ofensas hacia Él y sentir cómo Él nos perdona: Vete y no peques más. Pero si el Señor perdona los pecados es porque los hay. Y de eso es de lo que tenemos que pedir perdón.
El pueblo cristiano invoca a María Santísima como Madre de misericordia. Acudamos a Ella en estos últimos días antes de celebrar el domingo de Ramos para preparar la Semana Santa y contemplar lo que el Señor ha hecho por nosotros. No destruyamos su obra. Vivamos aquí y ahora lo que el Señor nos pide desde el evangelio para nuestro mundo, para nuestra sociedad.
PINCELADA MARTIRIAL
El beato Pedro Roca Toscas nació en Mura (Barcelona) el 7 de octubre de 1916. Pedro vivió en su familia un clima muy cristiano. A los dieciséis años, vistió el hábito religioso de la Congregación de los Hijos de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, en el colegio Sagrada Familia de Les Corts. Los novicios se trasladaron inmediatamente a Begues para iniciar el año canónico de noviciado en el colegio de San Luis. El 29 de septiembre de 1933 profesó en Begues, y pasó al escolasticado de Les Corts.
El día 20 de julio el hermano Pedro, con los demás, salió del seminario y se dirigió a la casa de una familia amiga en la Bonanova. Al día siguiente regresó a Les Corts y, en medio de otras personas, vio con estupor cómo ardía el colegio-seminario. Permaneció unos días más en Barcelona intentando acomodar algunas religiosas en casas privadas, hasta que decidió dirigirse hacia Mura, su pueblo natal. Pensaba en la posibilidad de salir de la zona roja y pasar a Roma o a algún otro lugar para vivir su vida religiosa y completar sus estudios eclesiásticos en vistas a la ordenación sacerdotal.
La ocasión se le presentó cuando otros cuatro jóvenes, entre los que se encontraban su hermano Pablo y Pedro Ruiz, tomaron la decisión de intentar cruzar la frontera por La Pobla de Lillet. Estaban al corriente y la apoyaban los padres Millet y Morera, quien el 1 de abril de 1937 les celebró la santa misa y les dio la comunión, que iba a ser ya el viático para el viaje hacia la eternidad. Emprendieron camino hacia Berga dispuestos a todo con tal de conseguir su ideal. Una hora más arriba de La Pobla de Lillet fueron detenidos y conducidos al comité de Manresa. Desde allí fueron llevados inmediatamente hacia la prisión del convento de San Elías de Barcelona, de donde salieron para ser asesinados en el cementerio de Montcada, probablemente el 4 de abril de 1937. Contaba con 21 años de edad y casi 4 de vida religiosa.
1 José Luis MARTÍN DESCALZO, Vida y misterio de Jesús de Nazaret II, páginas 217y ss. (Salamanca, 1997).
2 San JUAN PABLO II, Ángelus del 29 de marzo de 1998.