En el gran mercado de Alejandría, los fuertes olores a especias, las variopintas mercancías, los innumerables rostros de gentes afanadas en la compraventa, los gritos y peticiones de vendedores y compradores, los millares de colores de telas y vestimentas, se mezclan en un enorme y eterno mosaico de vida y de energía en el verano del año de nuestro Señor de 323. Atanasio se despacha de un puesto a otro con frenética actividad, comprando todo tipo de productos para sus pobres, regateando hasta lo imposible para estirar las recaudaciones de la colecta de la iglesia de aquella semana. Se rompe la cabeza y, alegóricamente, la cara, con los vendedores para rentar lo más posible unas monedas que deben mitigar la escasez de las gentes de la periferia de la gran urbe cultural y comercial de la Alejandría de principios del siglo IV.

—¡Atanasio! —grita alguien a unos metros con la ilusión de ser oído a través del ruido, mientras se abre paso con dificultad entre el gentío.
Su ayudante le toma del brazo llamando su atención mientras le indica con la cabeza en dirección al que se acerca gritando. Atanasio termina de pagar un par de mantas para el frío de la noche y recorre el espacio que le separa del personaje que le llama.
—El obispo Alejandro requiere tu presencia lo antes posible —.Le informa con alivio el mensajero, victorioso de haber logrado el difícil encargo de localizar en tan breve espacio de tiempo a su destinatario en tan inmenso mar de almas.
Atanasio se pone en marcha inmediatamente en dirección a la sede episcopal, a lomos de su cabalgadura, habiendo dejado a su ayudante al cargo de repartir la compra entre los pobres durante aquella tarde. Si su obispo le llamaba debía acudir inmediatamente. Una de las premisas en las que se basaba la relación con su obispo era su celeridad para acudir a sus llamadas y su agilidad para cumplir los encargos.

—Ah, querido Atanasio, ¿ya estás aquí?—celebra el obispo Alejandro ante la aparición de su servidor en el umbral de la puerta— pasa, te presento al obispo Osio, Osio de Córdoba, de la Hispania,— Atanasio se inclina besando la mano del obispo— Atanasio, mi fiel diácono —presenta Alejandro con orgullo— una mente especialmente lúcida que estoy seguro que dará mucho que hablar en el futuro, confío plenamente en su criterio.
Ambos, obispo y diácono, se saludan con respeto mientras Alejandro les invita con un ademán de la mano a que tomen asiento en la fresca estancia, al abrigo de la calurosa tarde alejandrina.
—Te he mandado llamar con urgencia porque Osio debe partir antes del anochecer y quería tu opinión antes de que se vaya… nos trae una carta del emperador para que pongamos fin a la controversia con Arrio. ¿Qué te parece?—inquiere con ironía Alejandro a su diácono.
—¿Pues no sé cómo? —acierta a balbucir con inseguridad Atanasio— ¿Qué quiere el emperador, la verdad o políticamente lo más conveniente?
Alejandro sonríe al no sentirse decepcionado por la habitual sinceridad de su diácono y su modo directo de afrontar los asuntos.
—El emperador es consciente de que los asuntos que os separan es alta reflexión teológica y que el común de los mortales no está al tanto de tan profundos conceptos, incluido él mismo, —responde Osio ciertamente sorprendido por el descaro del diácono, mientras a éste le vienen a la mente los rostros de sus pobres y los de los miles de gentes del mercado de esta mañana, efectivamente ajenos a sus controversias doctrinales— pero Constantino, como buen gobernante, es consciente de que el imperio debe estar unido y para ello, estas divergencias en el seno de la fe no son convenientes. Él ha apostado por la fe cristiana para articular la cohesión del territorio y debemos hacer lo posible para limar asperezas entre nosotros… se lo debemos.
—Efectivamente, todos le estamos agradecidos por poner fin a las persecuciones y podamos vivir, por fin, libres sin escondernos ni esconder nuestra fe, pero eso no le da derecho a entrometerse en cuestiones tan importantes, ni nosotros debemos ceder ante la falsedad de doctrina, por el bien político —aclara con mesura Alejandro.
—Lo que tiene que hacer el emperador es bautizarse si realmente ha descubierto la fe y deje a los ministros los asuntos de la doctrina —interviene Atanasio con cierta rudeza.
El obispo Osio se remueve incómodo en su asiento y Alejandro, divertido ante la situación, decide hablar para suavizar un tanto la actitud tan directa de Atanasio:
—Tienes que comprender que no es lo mismo afirmar que Jesucristo es el Hijo de Dios, eterno, nacido, no creado, no es lo mismo que lo que defiende ese monje, Arrio, que Jesucristo es una criatura más, creada por el Padre, que no siempre ha existido, —insiste de nuevo, como lo ha hecho durante toda la mañana, mirando al obispo Osio— las consecuencias de creer una cosa y otra son enormes y, aunque en un principio no parece que tenga mayor repercusión sobre el pueblo, realmente sí la tiene a la larga. No es lo mismo ser salvados por el Hijo de Dios, con la misma naturaleza de Dios, por Dios mismo en definitiva, que por un hombre, por mucho que sea un ser divinizado o por un semidiós o demiurgo o como quieras llamarlo…
—No podemos plegarnos a la doctrina falsa. Si Jesucristo no es eterno, no es engendrado sino creado, si no es de la misma naturaleza que el Padre, nos cargamos la Trinidad y Dios vuelve a estar alejado de la vida terrenal, aislado en sus cielos y ajeno a los hombres. El puente entre Dios y el hombre, Jesucristo, se rompe y no podemos llegar al Padre —apunta Atanasio con firmeza.
—No estoy en desacuerdo con vosotros, comprendedme, no soy vuestro enemigo, —se defiende Osio, un tanto desarmado por la solidez de los alejandrinos— yo solo os traigo este ruego del emperador para que todos revisemos nuestra actitud. Yo no dudo de la buena intención de Arrio. Él solo quiere salvaguardar la diferencia entre Padre e Hijo, para contrarrestar la herejía modalista que defiende un único Dios con diferentes modos de ser, contribuyendo a la confusión entre Padre e Hijo.
—Y por contrarrestar una herejía cae en otra… —advierte Atanasio.
Los tres se miran en silencio rumiando la conversación y reconociendo que han llegado a un punto muerto. Las posiciones son irreconciliables y el debate no puede solucionarse con buenas intenciones o cesiones políticas.
—He de marchar. Me espera un viaje de regreso largo, —concluye el obispo Osio— el emperador está avisado de vuestra respuesta, yo le advertí que no conseguiría nada pero él insistió en una última intentona.
—¿Qué plan tiene? —inquiere Alejandro.
—Ha decidido convocar un gran concilio —responde el obispo Osio con solemnidad, sabiendo que lo que dice es de un calado universal e histórico— será en Nicea, lo presidiré yo mismo e invitará a todos los ministros del orbe para que podamos debatir y dirimir la cuestión entre todos. Ésta y otras muchas cuestiones doctrinales que hay que revisar.

La noticia deja perplejos al obispo Alejandro y a su rocoso diácono Atanasio. Un gran concilio, convocado por un emperador, invitando a la mayoría de los obispos, sacerdotes y diáconos del mundo. El asunto es de gran magnitud y puede ser un evento que marcará un antes y un después en la historia de la iglesia y del mundo.

—Debemos preparamos, pues… — reconoce Alejandro mientras acompaña a su homólogo hacia la puerta.


“Pilato entonces le dijo: ¿Así que tú eres rey? Jesús respondió: Tú dices que soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.” (Jn 18,38)

 

Juan Miguel Carrasquilla es autor de este blog.