Querida S.:
Me disponía a escribir sobre el terremoto de Chile, cuando recibo tu particular seísmo. Y como bien puedes comprender no puedo dejarte sola. A tu alrededor los cascotes de tanta ilusión como tenías, de un amor tan puro, tan deseado. Las grietas de tu corazón, la incredulidad de tu mirada. Las heridas del querer que no dejan sangrar... ¡Tantas lágrimas! No puedo dejarte sola. Otra cosa es que escriba algo que te sirva, que atenúe siquiera un poco tu dolor. Cuenta desde luego con mi oración y cuenta con mi compañía. Aunque sea por medio de estas líneas, cuyo estilo no es otro que el cariño. Y en este punto me paro a pensar. Inclino la cabeza y te imagino en un rincón de tu alma; sin ganas, sin fuerzas, completamente impotente, sin recursos. ¿Y ahora? ¿Qué pasa ahora, cuando la felicidad parece que ya no cuenta con tu vida, cuando el amor se difumina en la nostalgia? Pues pasa, querida amiga, que es hora de levantarte. Pasa que es hora de mirar al cielo y de enjugar las lágrimas. Pasa que es hora de aclarar la voz y la esperanza; hora de fiarte de Dios como nunca. Al fin y al cabo tu corazón es Suyo, y no hay ternura como la Suya. Y Suya es tu alegría. Y el Amor es… Él mismo. En persona. Eso es lo que pasa. Claro, puedes pensar que las palabras están muy bien, que amas a Dios y tal, y hasta que valoras mi estilo y la literatura; pero que por el camino se te ha quedado el corazón hecho trizas, y que los sueños se te han despertado todos de golpe y que cuando te levantas inmediatamente te desmoronas a no se sabe dónde, y que estás hasta el gorro de las buenas intenciones y de las oportunidades perdidas. Pero tengo que insistir, decirte. Tengo que hablarte de todo lo bueno que te queda, de esa infinita providencia que cada día dibuja en tus ojos la belleza: la que eres y la que miras. No cejes, canta, escucha… Mírate las palmas de las manos. Nada es lo que parece. ¿Vacías? Míralas bien. Están llenas de caricias y prodigios. Están llenas de silencios y estrellas (¡cómo brillan si te fijas!). Ten paz, espera. Llegará el hombre de tu vida, no lo dudes. Llegará. Un buen día él te verá entre la gente, y ya no podrá vivir sin ti, y tú sin él; y su seguridad serás tú, para siempre. Aunque ahora te duela el ayer, aunque no entiendas nada de nada y Dios se esconda entre tantas lágrimas y la tristeza no te deje ni respirar. El goce más pleno y duradero necesita madurar en el sufrimiento. La entraña de los que serán tus hijos -créelo, créeme- se está fraguando precisamente ahora, cuando ya no puedes más de pena. Son las grandes paradojas de la vida, su milagro. Venga querida amiga, levanta el ánimo, resucita esos ojos; el amor te espera, aunque no sepas todavía como se llama.
Me disponía a escribir sobre el terremoto de Chile, cuando recibo tu particular seísmo. Y como bien puedes comprender no puedo dejarte sola. A tu alrededor los cascotes de tanta ilusión como tenías, de un amor tan puro, tan deseado. Las grietas de tu corazón, la incredulidad de tu mirada. Las heridas del querer que no dejan sangrar... ¡Tantas lágrimas! No puedo dejarte sola. Otra cosa es que escriba algo que te sirva, que atenúe siquiera un poco tu dolor. Cuenta desde luego con mi oración y cuenta con mi compañía. Aunque sea por medio de estas líneas, cuyo estilo no es otro que el cariño. Y en este punto me paro a pensar. Inclino la cabeza y te imagino en un rincón de tu alma; sin ganas, sin fuerzas, completamente impotente, sin recursos. ¿Y ahora? ¿Qué pasa ahora, cuando la felicidad parece que ya no cuenta con tu vida, cuando el amor se difumina en la nostalgia? Pues pasa, querida amiga, que es hora de levantarte. Pasa que es hora de mirar al cielo y de enjugar las lágrimas. Pasa que es hora de aclarar la voz y la esperanza; hora de fiarte de Dios como nunca. Al fin y al cabo tu corazón es Suyo, y no hay ternura como la Suya. Y Suya es tu alegría. Y el Amor es… Él mismo. En persona. Eso es lo que pasa. Claro, puedes pensar que las palabras están muy bien, que amas a Dios y tal, y hasta que valoras mi estilo y la literatura; pero que por el camino se te ha quedado el corazón hecho trizas, y que los sueños se te han despertado todos de golpe y que cuando te levantas inmediatamente te desmoronas a no se sabe dónde, y que estás hasta el gorro de las buenas intenciones y de las oportunidades perdidas. Pero tengo que insistir, decirte. Tengo que hablarte de todo lo bueno que te queda, de esa infinita providencia que cada día dibuja en tus ojos la belleza: la que eres y la que miras. No cejes, canta, escucha… Mírate las palmas de las manos. Nada es lo que parece. ¿Vacías? Míralas bien. Están llenas de caricias y prodigios. Están llenas de silencios y estrellas (¡cómo brillan si te fijas!). Ten paz, espera. Llegará el hombre de tu vida, no lo dudes. Llegará. Un buen día él te verá entre la gente, y ya no podrá vivir sin ti, y tú sin él; y su seguridad serás tú, para siempre. Aunque ahora te duela el ayer, aunque no entiendas nada de nada y Dios se esconda entre tantas lágrimas y la tristeza no te deje ni respirar. El goce más pleno y duradero necesita madurar en el sufrimiento. La entraña de los que serán tus hijos -créelo, créeme- se está fraguando precisamente ahora, cuando ya no puedes más de pena. Son las grandes paradojas de la vida, su milagro. Venga querida amiga, levanta el ánimo, resucita esos ojos; el amor te espera, aunque no sepas todavía como se llama.