Es un momento de mi vida de los más bonitos que recuerdo. Sucedió en el año 90. Me fui a la preciosa ciudad de Verona a realizar un curso de verano para estudiar italiano, que ya hablaba un poco por otros cursos que había realizado en Reggio Calabria.
Yo era un jovencito de 29 años. Me lo pasaba de miedo haciendo cursos de lenguas en diversos lugares. Una ocasión maravillosa de conocer jóvenes de otras nacionalidades, guapísimas chicas, y al mismo tiempo, hacer algo provechoso y muy reconfortante. No todos conocen el placer que produce ver que de una manera lenta pero segura, uno se va comunicando con más y más personas gracias a los recursos que va desarrollando cada día en el aprendizaje de una lengua.
Yo lo tenía muy claro. Quería ir a un piso con otros estudiantes, y correrme buenas juergas. En la escuela de italiano a la que me dirigí, lo intentaron de mil maneras, pero no lo conseguían. Se venía la noche encima y yo no tenía donde dormir. Al final sólo pudieron proporcionarme un piso no muy lejano en el que vivían dos viejecitos: los Golinelli. Pasé con ellos, ¡qué remedio! mi primera noche en Verona. Cuando llegué a la casa, informé a sus propietarios que sólo serían un par de noches, tres a lo más, que en la escuela me estaban buscando otro alojamiento en un apartamento de estudiantes.
Al día siguiente, en la escuela, la pregunta: “¡Qué! ¿Cómo va lo del apartamento?”. “Seguimos buscando”. Y al día siguiente, otra vez: “¿Y lo del apartamento?”. “Bueno ahí estamos, seguimos buscando”. Y yo acumulando noches y noches con los Golinelli, cada vez más consciente de que lo del apartamento de estudiantes con chicos divertidos y chicas guapas de tantas nacionalidades, se estaba poniendo muy feo.
Y entretanto, Savina Golinelli, mi vejecita anfitriona a mi pesar, tratando de “seducirme” a su manera. Para ella, para su marido, sin duda, la renta que yo les pagaba era un ingresito que les venía muy requetebien. “Mira muchacho españolito, puedes dormir aquí en tu dormitorio, donde tienes una cama segura, pero si lo prefieres, te ofrezco también una comida al día”. “Bueno, bueno, me lo pensaré”, le decía yo, seguro de que no iba a aceptar su propuesta. Resignado ya a que no habría “piso de estudiantes” me dije, “al menos comeré en la escuela con otros chicos jóvenes, y no con estos viejos”.
Así fue el primer día: comí y cené fuera. El segundo día, al salir tempranito de casa de los Golinelli, allí estaba Savina esperándome. Seguramente había madrugado para verme antes de salir. “A ver, chico listo, te voy a hacer una propuesta que no vas a poder rechazar. Hoy comes en casa, invito yo. Si te gusta, sigues comiendo en casa y cada día te haré una pasta diferente: sólo el último día elegirás tú, la que más te haya gustado. Si no te gusta, no comes más, y se acabó”. Y añadió: “¿Qué pasta quieres que te haga”. Medio aturdido de tanta resolución, respondí: “Spaghetti”. ¡Qué iba a responder! ¡No conocía otra pasta!
Savina había trabajado toda su vida en una fábrica de pasta. En su casa no entraba ningún producto manufacturado, sólo entraba harina, y los productos frescos con los que rellenar la pasta. Me preparó una cena opípara: los spaghetti más ricos que haya comido en mi vida. Hechos en casa desde la harina. Nos sentamos todos juntos a la mesa familiar, ella, su marido… y hasta su hija, Alessandra, a la que había llamado para la ocasión, imagino que para hacerme más placentera aquella cena “experimental” en la que tanto se jugaba.
Empecé a descender de la ensoñación que me había llevado a aquel curso de verano de italiano. Sí, en clase lo pasaba muy bien, muchos chicos jóvenes y muy divertidos, pero… ¿y esa familia inesperada que me abría sus puertas de par en par en aquella ciudad bella como la que más que empezaba a conocer?
Vi tanto cariño en Savina, en su marido Gino, en su hija, tal vez algún año mayor que yo, pero tan guapa y tan simpática… ¡y qué pasta, por cierto! ¿Cuándo había yo comido algo parecido? No me lo pensé más. Era momento de cambiar los planes… Le dije: “Sí Savina, me quedo. Cenaré en casa”. Sí “en casa”, me daba cuenta de que durante un mes, aquélla sería mi casa.
Al día siguiente me dijo: “¿Y hoy qué pasta quieres?” ¡Menuda pregunta! ¿Qué otra pasta conocía yo? Después de pensar en alguna respuesta original que no vino a mi mente, terminé respondiendo “pues… spaghetti”. “¡¡¡Spaghetti, spaghetti!!! ¿Es que no conoces otra pasta? Venga, déjalo, ya me encargo yo”. Y efectivamente, tal cual lo había prometido, tal cual lo hizo. Los treinta días que pasé en su casa, en “mi” casa, comí una pasta diferente… excepto el último, ahí elegí yo.
Fui conociéndoles cada día mejor. Eran sumamente amables, sumamente extrovertidos. Siempre comían conmigo, me lo contaban todo. Al poco, la sorpresa. Gino me contó su gran secreto: para empezar, ¡¡¡eran comunistas!!! De los de toda la vida, de los recalcitrantes, de los de carnet de antes de la guerra, de los partisanos, vamos. Creo recordar que provenían de Bolonia, donde un cierto tiempo, el comunismo era casi una religión… Ah… pero eso sí, católicos… católicos hasta la médula.
Yo ya había visto que en su dormitorio había un pequeño altarcito dedicado a San Antonio de Padua. Y conocí la historia del altarcito. Ellos me la contaron. Gino había tenido una enfermedad… no hacía tanto tiempo. Cayó en coma, y en coma estuvo un larguísimo período, algún año creo recordar. Pero no en el hospital, no, en su propia casa. De repente un día despertó. Así me lo contó, un día estaba en coma, al otro ya no. “L’ha fatto il Santino” me dijo, “Lo ha hecho el ‘Santito’”. El “Santito” era San Antonio de Padua, el San Antonio de Padua que presidía el altarcito de su dormitorio. San Antonio de Padua había hecho el milagro de devolverlo a la vida. Y el comunista Gino le estaba profundamente agradecido. Por el modo en que me hablaba, cualquiera de aquellos dos comunistas, Gino como Savina, habrían dado la vida por “el Santito”.
Estos eran los Golinelli. Me hicieron pasar uno de los mejores veranos de mi vida. Me divertía mucho con ellos. Su hija Alessandra me presentó a todos sus amigos, acabé siendo uno más de la pandilla, “la estrella” en realidad, “Lo Spagnoletto” (“el españolito”), como aquel célebre pintor hispano-napolitano que era el mejor de su época.
Les voy a contar un secreto: aquella guapísima Alessandra tenía un novio, ¡cómo no lo iba a tener! Pasaban por un mal momento. El idiota de él coqueteaba con otra. Alessandra me llevaba los domingos a la puerta de la iglesia, cuando salía de misa (¡cuando salía de misa!) y no es que se dejara ver conmigo, es que me “lucía” … para darle celos. Me decía “apriétate”, y yo la agarraba por la cintura y me apretaba a ella (y ella a mí). ¡Aquel bombón me utilizaba a mí para darle celos a su novio! Lo recuerdo como un acto de verdadero amor platónico, un poco subidito de tono, tal vez.
Y este fue mi maravilloso verano en Verona aquel año de 1990. Los Golinelli, Alessandra, yo... y San Antonio de Padua. Qué maravillosos recuerdos. No volví a verlos, durante un tiempo nos escribimos, pero nada más: ¡qué será de todos ellos! ¿Volvería Alessandra con su novio? ¿Se casaría con él? A mí todos ellos, San Antonio de Padua también, me hicieron pasar uno de los mejores veranos de mi vida: el verano de San Antonio de Padua, el verano de “Il Santino”. A lo mejor es él el que los puso en mi camino... Milagros más gordos había hecho...
Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Como me lo hizo a mi Savina. Savina Golinelli.
Luis Antequera.