Una mañana temprano estaba en el confesonario de mi parroquia cuando de golpe entró un punki, con la cresta, cadenas y todo el atuendo típico. Pero la mayor sorpresa fue cuando entró en mi confesionario.
Casi me da un vuelco el corazón. Se sentó ante mí y me preguntó: “cura, ¿esto de qué va?”. Yo, mientras recuperaba el aliento, le respondí con una pregunta: “Tú a quién imitas”. Me relató una serie de personas que yo desconocía. “Pues aquí queremos imitar a Jesucristo”, le respondí y le cité alguna frase del Evangelio: “Amad a vuestros enemigos”. Entablamos un rápido diálogo donde él me preguntaba muchas cosas.
En esto, se oyó otro portazo en la entrada, y entró otro punki, más estrafalario que el anterior. Las señoras que estaban rezando en el templo estaban muy asustadas. Este nuevo al ver al otro dentro del confesionario, empezó a reírse, mientras le sacaba fotos. Yo pensaba: “Lo que me faltaba, ahora me sacan en las redes sociales”. Le dijo: “Anda tío, sal de ahí que nos tenemos que ir”. Salieron los dos.
Yo salí detrás de ellos. Una vez fuera, vestido con alba y estola, encontré que en la calle había al menos veinte punkis que daban pánico. Me fui presentando, como si nada, uno a uno, dándoles un apretón de manos. Algunos decían blasfemias, otros preguntaban cosas y la mayoría estaba más asombrado que yo. Yo les contaba, como podía, por qué me había hecho sacerdote. El jefe, que era el que había entrado en la Iglesia, se sinceró y me dijo que se iban a una manifestación: “Nos vamos a dar leña y meter miedo, y así ayudamos a la gente a salir de su mediocridad”. Respondí al joven filósofo, mientras me temblaban las piernas, que a mí me gustaba más dar paz a la gente. Cuando se marcharon pude respirar.