La semana pasada dediqué este comentario a lo que pasa en la Iglesia a destacar las hermosas palabras del Papa sobre la Virgen María durante la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Panamá. Como es habitual, el Santo Padre respondió a las preguntas de los periodistas durante el vuelo de regreso a Roma.
Habló de Venezuela y, tras expresar su dolor por lo que está sucediendo en ese país y pedir oraciones, explicó que su postura no puede ser más incisiva -se entiende que en el sentido de condenar al régimen dictatorial y comunista de Maduro- por temor a que haya más derramamiento de sangre -se supone que debido a las represalias que Maduro podría tomar sobre los católicos-. Esta postura del Papa no ha contentado a muchos y a mí me recuerda lo que hizo Pío XII, que no quiso dar publicidad a las matanzas de los judíos por los nazis para que no se intensificara la persecución contra los católicos; esa postura del Papa Pacelli fue duramente criticada después de la guerra y, quizá, pase lo mismo con la del Papa Francisco, pero hay que ponerse en la piel del que tiene que tomar decisiones tan complejas.
Pero en el avión habló también de otra cosa: el celibato opcional para los sacerdotes católicos de rito latino, es decir la inmensa mayoría de los sacerdotes, pues aunque existen católicos de rito griego cuyos sacerdotes son hombres casados, son una pequeña minoría. Me sorprendió que el Papa se mostrara tan firme en la defensa del celibato, pues las declaraciones de sus mayores enemigos -los que pasan por ser supuestamente sus amigos- habían dado a entender otra cosa. Citó una frase del beato Pablo VI: “Prefiero dar la vida antes de cambiar la ley del celibato”, que definió como una frase valiente dicha en una época más difícil que la nuestra, la época de las secularizaciones masivas -en España se salieron unos diez mil entre sacerdotes, religiosos y religiosas-. No se conformó con eso, sino que añadió: “Mi decisión es el celibato. El celibato opcional antes del diaconado, no. Cuestión mía, personal. Yo no lo haré. Esto queda claro. Soy cerrado, quizás. No me quiero poner frente a Dios con esta decisión”.
Parecería, pues, que ésta es una cuestión zanjada y que el próximo Sínodo sobre la Amazonía, que tendrá lugar en octubre, no afrontará la cuestión o, si la llegara a aprobar, el Papa no la refrendaría con su firma. Pero, después de decir esto, el propio Pontífice aludió a que podía haber excepciones a esta ley, refiriéndose a la escasez de sacerdote en lugares como algunas islas del Pacífico. Se refirió a un libro de un sacerdote que fue misionero en Suráfrica, Fritz Lobinger, en el que se defiende la tesis de que este tipo de sacerdotes casados sólo tengan uno de los “munera” sacerdotales. Los “munera” son tres: enseñar -la homilía de forma especial-, santificar -la celebración de los sacramentos- y gobernar -dirigir la comunidad parroquial-. Lo único que podrían hacer los curas casados, y a lo que estaría abierto el Papa en casos especiales, es impartir todos los sacramentos.
Esto plantea, en primer lugar, una cuestión de fondo. Este tipo de sacerdotes tendría dos competencias más que los diáconos casados (celebrar la Eucaristía y confesar), pero tendría algunas menos: no podría predicar, cosa que sí hacen los diáconos, y no gobernaría la parroquia. Se podría dar la paradoja de que el encargado de la predicación fuera un diácono, el encargado del gobierno parroquial fuera un laico o un grupo de laicos y el sacerdote fuera alguien que sólo celebra y confiesa. Parece difícil de encajar esta opción con la realidad.
La otra cuestión que se plantea es la que ya hemos visto en otros asuntos, la de la puerta ligeramente abierta que se termina por abrir del todo. Pasó con el aborto -se empezó por aprobar sólo en los casos límites y ha terminado por convertirse en un derecho, incluyendo ya el infanticidio, como quiere aprobar el Partido Demócrata en Estados Unidos-, ha pasado con la eutanasia y ahora está sucediendo con la ideología de género. Es decir, si se empieza por excepciones hay muchas posibilidades de que esas excepciones se conviertan en reglas. ¿Aprobar el sacerdocio de los hombres casados para las remotas islas del Pacífico o para las profundidades de las selvas amazónicas? ¿Y cuanto tiempo tardarán los obispos alemanes o belgas en aplicarlo a sus países, por citar sólo dos ejemplos?
El fin del celibato obligatorio para los sacerdotes no es una cuestión doctrinal, como la posibilidad de que se pueda comulgar en pecado mortal, pero sí es una cuestión muy importante. El Santo Padre ha dicho claramente que él no quiere cargar con el peso de haberlo suprimido cuando se presente ante Dios. Recemos para que tampoco apruebe excepciones a la regla que se puedan convertir en regla sin excepciones. Y que no nos digan que el celibato es el responsable de las infidelidades de un tipo o de otro por parte de los sacerdotes, pues los datos confirman abrumadoramente que la mayoría de los delitos sexuales los cometen laicos, muchos de ellos casados e incluso dentro de la propia familia. Eso por no hablar de los adulterios, como bien sabemos los que pasamos tiempo en el confesonario.