Es tiempo de Navidad. Tiempo en el que tratamos de dejar de lado los problemas, y buscamos compartir momentos de alegría con nuestros seres queridos. Si acaso estamos con alguien peleados, el tiempo se presta para pedir perdón y reconciliarnos. Y es un tiempo también en el que tratamos de demostrarle nuestro cariño a esas personas que amamos, dándoles algo significativo. Sobre esto reflexionaremos el día de hoy.
Más alegría en dar
Recibir algún regalo genera ilusión. Claro está: depende mucho del regalo y de la persona que nos lo hace. Esa ilusión se ve con más fuerza en los más pequeños, para quienes descubrir regalos con su nombre debajo del árbol general sin duda una gran expectación.
A medida que vamos creciendo, esa ilusión por recibir algo se mantiene. Sin embargo, empezamos a observar en la Navidad no sólo la ocasión de recibir, sino también de dar. Tal vez al principio damos algo simbólico, algo hecho con nuestras manos, y a nuestras personas más cercanas. Pero, a medida que crecemos, buscamos que nuestros regalos resulten más significativos: invertimos tiempo, dinero y esfuerzo, especialmente en aquellos regalos escogidos para las personas que más amamos.
En este contexto, ocurre algo que muchas veces pasa desapercibido. La expectativa y la ilusión que antes encontrábamos en los regalos que recibíamos, ahora la ponemos en esos regalos especiales que hacemos a esas personas también especiales. Y lo notable es que, por más que hayamos recibido cosas geniales, la alegría de recibir se ve ampliamente superada por la alegría que experimentamos al ver felices a nuestros seres queridos: la alegría de recibir es superada por la alegría de dar.
Entregarse: una expresión de amor
Amar implica buscar el bien del otro. Visto así, el amor, lejos de ser un sentimiento, es una decisión. Aquellas personas a quienes más amamos son aquellas cuyo bien buscamos con mayor intensidad. Y esa búsqueda muchas veces implica no sólo dar algo, sino realmente ponernos en juego a nosotros mismos, para procurar el bien de aquellos que amamos. Cuando amamos verdaderamente, esa búsqueda del bien del otro se vive como una entrega de nosotros mismos.
Un regalo caro no necesariamente manifiesta un gran amor. De igual modo, un regalo no tan costoso, pero sin duda significativo, puede ser un gran gesto amor. Lo que marca la diferencia es cuánto hay de nosotros en eso que estamos dando; cuánto nos estamos entregando en eso que damos. Y, mientras más nos entregamos, experimentamos una mayor plenitud.
Tal vez no tuvimos que gastar mucho dinero, pero sí que hacer un gran esfuerzo para recordar esa conversación en la que la otra persona nos dijo —casi como al pasar— qué tipo de chocolates le gustaban. Y el mérito es mayor cuando uno es un poco distraído y suelen escapársele esos detalles. Y, si a ese regalo le agregamos un pequeño mensaje —no uno prefabricado, sino uno que ponga de relieve algo que caracterice nuestra relación con esa persona—, hay sin duda una mayor entrega. En términos monetarios, es un regalo poco costoso. En cambio, en términos de significación, es un regalo profundamente valioso, pues porta algo del valor de nuestra persona.
El Dios que se entrega
El valor de aquello que se entrega nos permite hacernos una idea de la intensidad del amor. Y cuando aquello que se entrega es uno mismo, mientras más uno se entrega, se manifiesta un mayor amor.
Todo 25 de diciembre celebramos la Navidad. Celebramos el inmenso amor de Dios por nosotros. Celebramos a un Dios que nos ama tanto que nos regala a su propio Hijo. Y al hacerlo, se nos entrega el Dios total, la indisoluble Trinidad. Dios no nos entrega algo para demostrarnos su amor: se entrega Él mismo. Y, para que podamos calcular adecuadamente la intensidad de su amor, no se nos da en partes o con alguna medida: se nos entrega totalmente. En la Navidad, recibimos el don total de Dios. ¿Puede haber acaso un regalo más valioso? Se trata de un regalo inconmensurable, de un valor infinito, que nos da a conocer la medida del amor de Dios por nosotros: también infinito.
Dios es amor, y ese amor se manifiesta en una entrega sin reservas hacia nosotros. Nosotros hemos sido hechos a imagen de Dios. De ahí que nos asemejamos más a Dios en la medida en que nos entregamos; es decir, en que amamos. Amar es nuestro hábitat, nuestro lugar propio, aquel en el cual somos más plenos, pues nos hacemos más a imagen de Dios. Por eso hay para nosotros más alegría en dar que en recibir, pues cuando damos, amamos; y cuando amamos, nos asemejamos más a Dios.
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