Aparentemente la idea de celebrar un Día internacional de la mujer trabajadora partió de la Conferencia Internacional de mujeres socialistas, reunida en Copenhage 1910 a propuesta de la dirigente comunista alemana Clara Zeltkin, celebrándose por primera vez el 19 de marzo de 1911. Si la fecha fue trasladada al 8 de marzo en que la celebramos hoy día, parece ser consecuencia de que un 8 de marzo, el de 1917, el gobierno provisional comunista ruso que acababa de derribar al Zar otorgaba a la mujer el derecho a voto. Y ello a pesar de que la Rusia soviética no era la primera que lo hacía -nunca dejará de fascinarme la capacidad de la izquierda para presentarse como pionera de los logros a los que llega con muchos años de retraso- y de que a las mujeres rusas, -y a los hombres rusos tampoco-, el voto les fuera a valer para mucho de ahí en más y hasta bien finalizado el s. XX.
Evidentemente, queda aún por hacer en los países occidentales por la definitiva y total equiparación de la mujer al hombre, pero es mucho más, convengamos, lo que ya se ha hecho. Porque se han dado pasos de gigante, que están llamados a producir la totalidad de su frutos en un plazo muy reducido de tiempo, un plazo que, honestamente, no creo que supere los tres o cuatro años. Para empezar, en los países occidentales, más allá de algunas anecdóticas, no existe ya discriminación legal alguna. A modo de ejemplo, parece que la única que subsiste en España tiene que ver con la capacidad de las españolas que emigraron en los años de plomo de la emigración española de transmitir su nacionalidad española a sus nietos extranjeros, cosa que los hombres en cambio sí pueden, tema que estaría más relacionado con cuestiones demográficas e internacionales que con criterios estrictos de igualdad.
Cuantas leyes se han acometido para conseguir la justa y necesaria igualdad, muchas de ellas importantes reformas en el Código Civil, son más que bienvenidas. Ellas han hecho posible la importante mejora de la situación que contemplamos hoy día. Aún se habrán de acometer otras dirigidas, por ejemplo, a hacer posible la conciliación de la vida personal y la vida laboral y a repartir los esfuerzos que reporta la familia entre el hombre y la mujer.
Ahora bien, lo que hoy día son las mujeres en los países occidentales lo es gracias a su esfuerzo, a su lucha, a su tesón, al trabajo que han dedicado a su preparación y no, en modo alguno, a otras leyes demagógicas e improvisadas distintas de las que citamos arriba, leyes con las que algunos oportunistas han querido sumarse a la lucha en un momento muy avanzado de la misma para colgarse medallas que no les corresponden y que inducen a la sociedad a confundir entre igualdad y paridad, entre mérito y cuotas, fenómenos que si a alguien perjudican, es justamente a aquéllas a las que se dice ayudar, esto es, a las mujeres. De lo cual es la mejor prueba que ninguna mujer que haya alcanzado una posición de las antaño reservadas a los hombres, reconozca deber el logro a las leyes de las que hablamos.
Occidente y los países occidentales apenas representan un oasis de progreso, éste sí del bueno, en un inmenso desierto de desigualdad, injusticia y discriminación de la mujer frente al hombre. Muy cerca de nuestras fronteras, la lucha de la mujer por sus más básicos derechos -de equiparación ni hablamos-, está prácticamente inédita. En este 8 de marzo de 2010, no olvidemos esto. Las mujeres occidentales a las que ya vemos encaramadas a todos los puestos de máxima responsabilidad en idéntica condición de igualdad respecto al hombre, le deben eso a las de tantos países del mundo donde aún son lapidadas, azotadas y encerradas en casa. Porque llama poderosamente la atención la simpatía que los que ante las mujeres occidentales se presentan como adalides de su lucha, sienten hacia las civilizaciones en los que la misma mujer es incluso pisoteada, y la indiferencia con la que contemplan la causa de esas mujeres, hasta llegar a parecer que existen para ellos mujeres de primera y mujeres de segunda en función de la civilización a la que pertenecen.
Y así, mientas las unas son acreedoras a la total equiparación, las otras, en cambio, se han de inmolar en el altar de la preservación de civilizaciones que se presentan como sagradas. Otra de esas incoherencias con las que nos deleita la Dictadura del nuevo pensamiento, que sabe muy bien lo que quiere derribar, pero en modo alguno tiene idea de lo que nos propone para sustituirlo.
Occidente y los países occidentales apenas representan un oasis de progreso, éste sí del bueno, en un inmenso desierto de desigualdad, injusticia y discriminación de la mujer frente al hombre. Muy cerca de nuestras fronteras, la lucha de la mujer por sus más básicos derechos -de equiparación ni hablamos-, está prácticamente inédita. En este 8 de marzo de 2010, no olvidemos esto. Las mujeres occidentales a las que ya vemos encaramadas a todos los puestos de máxima responsabilidad en idéntica condición de igualdad respecto al hombre, le deben eso a las de tantos países del mundo donde aún son lapidadas, azotadas y encerradas en casa. Porque llama poderosamente la atención la simpatía que los que ante las mujeres occidentales se presentan como adalides de su lucha, sienten hacia las civilizaciones en los que la misma mujer es incluso pisoteada, y la indiferencia con la que contemplan la causa de esas mujeres, hasta llegar a parecer que existen para ellos mujeres de primera y mujeres de segunda en función de la civilización a la que pertenecen.
Y así, mientas las unas son acreedoras a la total equiparación, las otras, en cambio, se han de inmolar en el altar de la preservación de civilizaciones que se presentan como sagradas. Otra de esas incoherencias con las que nos deleita la Dictadura del nuevo pensamiento, que sabe muy bien lo que quiere derribar, pero en modo alguno tiene idea de lo que nos propone para sustituirlo.