Ya ni me acuerdo de cuándo conocí a Esperanza Coll, pero sí sé dónde: en la Fundació Pro Vida de Catalunya. También recuerdo lo que me llamó la atención: Esperanza era de esas personas que siempre están disponibles, siempre con una sonrisa y disposición total para ayudar.
Esperanza nos dejó la semana pasada tras una rapidísima enfermedad que se la ha llevado en menos de un año. Su fallecimiento no saldrá en las portadas de los periódicos ni abrirá especiales en televisión, pero viviríamos en un mundo mejor si así lo fuera y se reconociera públicamente todo lo que nos aportó. Intentaré explicarme brevemente.
Esperanza se volcó en la Fundación Pro Vida, de la que fue directora muchos años, siempre pendiente de ayudar a tantas y tantas madres que sin ese apoyo difícilmente habrían tenido otra opción que el aborto. Cuando algunos, desde la ignorancia o la demagogia, acusan a quienes defienden la vida de tratar de imponer una ideología o no ayudar a las mujeres reales en situaciones muchas veces críticas, demuestran que, o no saben de qué hablan, o sus insinuaciones son malintencionadas.
Esperanza tenía muy claro que toda vida tiene una dignidad intrínseca, un valor infinito, y por eso, como decía antes, se volcó para ayudar a tantas madres y a tantos niños a escapar del aborto. Son miles quienes le están agradecidos.
Esperanza también se volcó, porque así hacía las cosas, en RENAFER (Asociación para el Reconocimiento Natural de la Fertilidad) y en el IEEF (Instituto Europeo de Estudios para la Familia), asociaciones ambas dedicadas a dar a conocer y difundir los métodos de regulación natural de la fertilidad.
Precisamente por su compromiso con la vida sabía bien que, en el fondo de tantas tragedias como vivimos, estaba una vivencia distorsionada de la sexualidad, de la que finalmente son víctimas todos los implicados, pero muy especialmente las mujeres. Por eso le dedicó también tantos esfuerzos a dar a conocer los métodos naturales, no como quien promueve una técnica más, sino como quien hace descubrir un modo mejor de vivir la sexualidad.
A pesar de nuestra diferencia de edad coincidí con Esperanza en la Fundació Pro Vida, siendo ambos patronos, y mi mujer lo hizo con ella en RENAFER. También nos encontramos, trabajando codo con codo, en E-Cristians, la asociación impulsada por Josep Miró, donde también aportó su trabajo, ideas y criterio, muy especialmente en lo que a ella le era más querido, la defensa de la vida desde el momento de su concepción al de su muerte natural, el respeto que merece, el reconocimiento de su dignidad.
No pienso aburrirles con explicaciones sin fin sobre todas estas actividades, entre otras cosas porque a Esperanza, estoy seguro, no le hubiera gustado. También porque, aunque todo esto fue muy importante en la vida de Esperanza, nada puede igualar su alegre entrega a su familia. Le gustaba hablar de su marido, de sus hijos, de sus nietos. Su rostro, de por sí alegre y expresivo, se iluminaba entonces aún más. Y esa pasión era recíproca, pues el cariño de los suyos siempre le acompañó.
Esperanza era así, sí, y hasta cierto punto podemos decir que le salía de forma natural. Pero era una profunda y muy vivida fe la que acabó por hacerla como era: una persona buena, atenta y querida de todos. En las buenas y en las malas. Los que vimos cómo cuidó a Fernando, su marido, o quienes hemos contemplado, a una respetuosa distancia, la entereza con que ha afrontado esta su última enfermedad, sabemos que en Esperanza había algo que superaba lo meramente natural. Es lo que ocurre cuando, con toda humildad, las personas se abren a la gracia y dejan que ésta actúe en ellas.
Echaremos de menos a Esperanza, cómo no, pero estamos confiados en que desde el cielo nos echará una mano y, con la misma entrega y disponibilidad que eran marca de la casa, intercederá para que aquello que tanto quería y que tanto valoraba sea querido y valorado por cada vez más personas, y de este modo el mundo sea un lugar mejor, más justo y acogedor. Que es exactamente el legado que, con su vida, nos dejó Esperanza.