Era Mairena -no obstante su apariencia seráfica- hombre, en el fondo, de malísimas pulgas. A veces recibió la visita airada de algún padre de familia que se quejaba, no del suspenso adjudicado a su hijo, sino de la poca seriedad del examen. La escena violenta, aunque también rápida, era inevitable.

- ¿Le basta a usted ver a un niño para suspenderlo? -decía el visitante, abriendo los brazos con ademán irónico de asombro admirativo.

Mairena contestaba, rojo de cólera y golpeando el suelo con el bastón:
-¡Me basta ver a su padre!.

Con genial y concisa maestría, no exenta de ironía, retrata Machado, a través de su imaginario maestro, la influencia de los padres en la educación.

Si uno escucha sólo los medios de comunicación, parece que todos los males educativos, y sus remedios, tienen su centro en la escuela.  Aunque el malestar educativo y su versión escolar pasan por la escuela, donde encuentra su mayor caja de resonancia, no comienza ni termina en ella. Deberíamos por tanto ser más realistas y conscientes de que la escuela no es ni el único ni, tal vez, el más importante agente educativo.

Es de sentido común, y además lo corroboran distintos informes como el que realizó hace años la Secretaría de Educación de Estados Unidos. Dicho estudio concluyó que “la familia y los amigos tienen un impacto mucho mayor en los resultados educativos que los aspectos que la política pública controla, como es el sueldo de los profesores, el tamaño de las aulas o el gasto en las instalaciones”.

En los últimos tiempos han aparecido, diversos estudios, con enfoques muy diversos, que plantean la relación entre el rendimiento escolar y la participación de los padres, entendida ésta en su sentido más amplio. 

Unos proponen volver a recuperar la figura de “las madres tigres” que entrenan a sus hijos con una necesaria exigencia. Otros hablan de la “paternidad helicóptero” – padres ansiosos que sobrevuelan permanentemente a sus hijos y los anulan -. Todos coinciden en que la familia es el factor determinante del rendimiento escolar.

La familia, y especialmente los padres, influyen de modo clave a partir de tres dimensiones: el capital económico que suele medirse a través de ingresos o patrimonio disponible y mediante el cual se puede acceder a otros muchos medios y recursos educativos. El capital humano que puede medirse a través del nivel educativo de los padres y que genera el ambiente cultural y educativo que facilita la adquisición de conocimientos, habilidades y competencias. El capital social que es el conjunto de relaciones, de valores y expectativas generadas y de  instrumentos sociales, que permiten a los hijos un incremento de recursos educativos y un  mejor acceso a los mismos.

El más importante de todos en la familia es este último y se traduce en el nivel de comunicación, en los vínculos establecidos, en la calidad del tiempo dedicado a esas relaciones. El capital social depende básicamente de la voluntariedad de los padres, de su disponibilidad a compartir tiempo, experiencias y, sobre todo, el clima de valores que articulan y empapan esa relación. Tan importante es el valor del capital social que los otros dos, el humano y el económico quedan mediatizados por éste. Esto explicaría que no necesariamente haya una correlación directa entre nivel educativo de los padres o su situación económica con el éxito escolar y que cuando disminuye el capital social suele producirse una merma en el rendimiento e, incluso, un aumento del abandono escolar.

La participación que tiene más éxito respecto al rendimiento de los hijos es la que responde a una implicación familiar que refuerza la lectura, genera expectativas académicas, o la realización de actividades en familia tales como dedicar todos los días tiempo a conversar y realizar juntos, en la medida que se pueda, la comida principal. Estos hábitos familiares tienen la ventaja de que no dependen del nivel socioeconómico o cultural y, sin embargo, resultan efectivos. Por ello, se recomienda a las familias que no descuiden este tipo de actividades sencillas y de bajo coste.

Acierta Victoria Camps cuando comenta la cita de Machado: “No son siempre los padres pocos ilustrados y con escasos recursos económicos los que representan al personaje increpado por Mairena, sino los que no tienen tiempo para sus hijos, que ignoran quiénes son sus amigos, que se muestran indiferentes a sus preocupaciones y a sus angustias”.

Con cierta tristeza y algunas notas de ira, oí decir a un alumno adolescente problemático: “Mis padres me han dado de todo, menos su tiempo”.

Tal vez sea el momento de volver a los principios, averiguar dónde perdimos el rumbo adecuado. No es cosa menor repensar la implicación de los padres y los distintos estilos educativos para comprender el fracaso escolar que con frecuencia suele ser la punta de iceberg de un fracaso educativo.  

JUAN ANTONIO GOMEZ TRINIDAD