La visita de Benedicto XVI a Barcelona y a Santiago de Compostela debe ser leída en una doble clave: en primer lugar, la del amor que el Papa tiene hacia nuestro país –unido al hecho de que es consciente de la durísima batalla que aquí se libra contra el secularismo y cuyo resultado influirá decisivamente en América– y, en segundo lugar, la preocupación que el Pontífice tiene por el futuro de Europa.
España ha formado parte esencial del alma cristiana del continente. El Camino de Santiago ha sido un vínculo extraordinario para unir a gentes que, con tanta frecuencia, se encontraban enzarzadas en crueles guerras.
La visita que Benedicto XVI va a hacer a nuestro país en este momento –en pleno año Santo Compostelano y para consagrar la nave central de la Sagrada Familia– va a ser una llamada a la vieja Europa a recuperar sus raíces cristianas, sin las cuales va a seguir deslizándose en el declive económico, cultural y demográfico en el que ya se halla instalada.
Los impulsores de la Europa unida fueron sobre todo católicos practicantes, pero luego su idea fue secuestrada para hacer la «Europa de los mercaderes», que es cada vez menos eficaz incluso para conseguir los fines materialistas de los que sólo creen en ese tipo de objetivos.
Una Europa sin alma cristiana es una Europa sin niños, una Europa de ancianos llevados al matadero con la eutanasia porque la Seguridad Social no puede soportar tanta carga. Será también, si no se modifican las tendencias demográficas, una Europa islamista y, al final, los que han buscado acabar con el cristianismo a toda costa no lograrán más que servirle en bandeja el continente a los fundamentalistas musulmanes.
Por eso es importante que el Papa venga a España. Hará falta, eso sí, escuchar lo que nos diga y, después, llevarlo a la práctica.