Mas no hay necesidad de ennegrecer mucho el cuadro para que resalte la figura, brillantísima de por sí, de García Moreno. Al advenimiento de este ilustre Presidente -que sucedió al general Robles (1860)- estaba el país todavía afectado por la revolución civil estallada con motivo de las pretensiones del Perú sobre Guayaquil y de las nuevas contribuciones necesarias para sostener la guerra con esta república. García Moreno inició una era de paz, de beneficiosas reformas y de saludables instituciones que, desgraciadamente, no fueron reconocidas, antes buen, le granjearon muchos enemigos. Le sucedió en el Poder, Jerónimo Carrión, quien, en 1868, se vio obligado a renunciar a la presidencia y fue substituido por Javier Espinosa. La revolución que estalló en 1869 le hizo a su vez renunciar, y fue elegido de nuevo Moreno, que perseveró en su política de protección a la Iglesia, y reelegido en 1875, pereció asesinado al poco tiempo.
García Moreno, pese a sus contrarios, era un valor indiscutible, una personalidad destacada en el difícil arte de gobernar, que no supo de vergonzosas condescendencias ni de cobardes tolerancias. Un hombre recto y austero consigo mismo y razonable con los demás. Si la rectitud de conciencia le llevaba a ser inexorable en el cumplimiento del deber, la bondad de su corazón era demasiado grande para perseguir con saña y crueldad a sus enemigos personales. Por esto murió víctima de su buena conciencia y de su propia confianza, ya que él, incapaz de causar daño a nadie, no recelaba de ninguno. Tenía suficientes medios para atajar a tiempo posibles atentados, de los que él nunca quiso valerse. Tampoco quería, avezada su persona a mostrarse siempre de frente, que pareciera que se ocultaba en aquellas críticas circunstancias, pues su presencia en las calles era necesaria para infundir a sus conciudadanos entereza de espíritu. La mano criminal de un sectario truncó la preciosa vida del ilustre Presidente. Pero la muerte de García Moreno no puede atribuirse a ingratitud o traición del pueblo ecuatoriano sino al desastroso efecto de la ideología insana de un reducido número de perturbadores que amenazaban, con sus vesánicas pretensiones, derrumbar el edificio de reconstrucción patria que el Presidente mártir con tanto sacrificio levantara.
Esta carta autógrafa de García Moreno, así como un retazo ensangrentado de la camisa que vestía el ilustre Presidente al ser asesinado, pertenecían al cardenal Vives y Tutó, capuchino, que fue uno de los primeros misioneros que llamó Gabriel García Moreno para las misiones del Ecuador.