Así termina el beato José Polo Benito, la crónica de este último día de la peregrinación a Tierra Santa del año 1934.
Domingo 1 de abril
La liturgia pascual es sin duda la más emotiva y espectacular de la Semana Santa. No hay aquí el regocijo de nuestro sábado de gloria, que amanece en sombras y al toque del aleluya rompe las tinieblas, inundando de luz el ámbito de los templos que lleva el agua recién bendecida a los hogares, adorna con lazos las blancas guedejas del cordero y hace desbordar de ruidosa alegría tierras y almas. Los alrededores del Santo Sepulcro, la plaza y el vestíbulo de la basílica, rebosantes de peregrinos, ofrecían un panorama de indescriptible colorido.
Salía de la basílica el Patriarca latino, monseñor Barlasina, con su vistosísimo cortejo. Había oficiado de pontifical acompañado de varios obispos europeos y americanos. Hábitos eclesiásticos blancos, encarnados y negros. El tarbus árabe, rojo como una amapola, la nitidez del albornoz, la recamada policromía de los cuatro dragones que vestidos a la turca, dando golpes de alabarda, anunciaban el paso del Patriarca. En magnífico despliegue de solemnidad; a la gran Misa Pontifical del Sr. Patriarca, de las que en este día se celebran, habían acudido más de ocho mil peregrinos de todas las naciones. A las once, terminados los oficios del culto católico daban comienzo los del rito griego, siriaco, copto y armenio. Para estos no es el de hoy domingo de Pascua, sino de Ramos, y en pomposo ritualismo cargado de atrayente exterioridad, llevando palmas y olivos, perfumando con óleos y flores el suelo, cantando cada cual en su lengua himnos religiosos, pasean por tres veces alrededor del Santo Sepulcro. Raro es el año que pasa sin incidentes, a causa de la procedencia de la procesión, y este no había de ser menos. Sobre si correspondía a los armenios ir delante de los coptos o a estos sobre aquellos, no logré entender minuciosamente el motivo originario del litigio, armaron una trifulca, que no acabó a golpes como otras veces, gracias a la intervención del policeman inglés, que seca y rotundamente cortó la polémica, otorgando en definitiva la delantera a uno de los dos litigantes. No pude saber a cuál.
Por la tarde a Belén. Como los pastores bíblicos que unos a otros se dijeran después que se les hubo aparecido el ángel anunciándoles el nacimiento de Jesús en la ciudad de David, transeamus usque ad Bethlem, vamos a Belén, así nosotros con la ilusión de hacernos niños viviendo aquellas horas blancas de los nacimientos, fuimos presurosos en busca del rincón betlemita que tan entrañables resonancias tiene para el corazón cristiano. Se sale por la puerta de Jaffa, y atravesando el valle de Gehinnom se da pronto en la colina evocadora del monte del mal consejo, donde es tradición que quedó estipulado el pacto entre el Sanedrín y Judas. Una llanura desolada recuerda la famosa batalla de David contra los filisteos; pocos metros camino adelante los recuerdos navideños -la tumba de Simeón, el pozo de los magos, el campo de la estrella- enfervorizan el alma. La tumba de Raquel, la predilecta de Jacob, que muere al dar a luz a su hijo Benjamín, ensancha y embellece la zona de sagradas alegorías, aquí tan copiosa y rica. Ya el caserío blanco y alegre se entra por las pupilas; las torres de la gran basílica, como una fortaleza, evocan las luchas de árabes, griegos y cristianos por la posesión de este lugar que vio nacer al Redentor de los hombres.
¡Cuántos asaltos y acometidas, cuántas tentativas para destruir el portal de Belén! Cuando los esclavos del rey Hakem trataban de echar a tierra los muros del templo construido sobre la gruta, una luz venida del cielo de fulgor irresistible cegó los ojos de los impíos trabajadores; más tarde, cuando el sultán de Egipto se empeña en transportar al Cairo las venerables reliquias que se conservan en el pesebre histórico y ayudan a comprobar científicamente la autenticidad del relato bíblico, una serpiente de proporciones desmesuradas aparecida de pronto entre las paredes, rompió a fuerza de mordiscos los cofres que estaban ya dispuestos para la marcha. Mil hechos análogos a estos han demostrado la voluntad divina de que continúe sin reformaciones ni mudanzas la veneración del mundo hacia esta santísima ciudad, que si en algún tiempo fue la “mínima” entre sus hermanas, hoy es la mayor de ellas por haber nacido el Salvador dentro de sus muros.
No atienden los cruzados a lo pintoresco del paisaje, tan semejante a nuestras tierras de Andalucía y Extremadura, ni los ojos se paran en contemplar el tipo esbelto, la indumentaria vistosa de las mujeres betlemitas que nos salen al paso ofreciendo cruces, rosarios y estrellitas de nácar que aquí, con delicado arte, se elaboran; ni siquiera se detienen a escuchar a estos jóvenes que hablan como nosotros en castellano, por residir gran parte del año en América. Hay prisa por bajar a la santa cueva y besar la tierra donde la Virgen, rechazada por amigos y parientes, tuvo que pasar la noche del misterioso alumbramiento. Hic de virgine Maria Jesus Christus natus est… Todas las suavísimas, las puras emociones del prodigio de amor de un Dios que se viste en nuestra carne mortal para hacernos inmortales, se vienen agolpando sobre el corazón que se enternece y llora de gratitud. Hic aquí mismo, con el nacimiento del Niño Dios renacimos nosotros a la vida del cielo. Un silencio inefable; una plegaria limpia y desinteresada. Los peregrinos caen de rodillas y no hay fuerza que los haga abandonar la gruta. ¿Qué pensará de esta escena de piedad y de fe la policía que con el farbucho encasquetado sobre su cabeza, nos mira hosco y duro? Mientras van pasando uno a uno los trescientos cruzados por aquel mundo subterráneo que todavía es cimiento del mundo celestial, el P. Roque me lleva en su auto, en el coche oficial de la custodia, que ondea la bandera franciscana de paz y bien, y es mirado con simpatía por árabes y judíos, al campo de los Pastores, distante de un par de kilómetros de Belén.
Se realizan allí al presente, por su iniciativa y bajo su inmediata inspección, trabajos y excavaciones que muy pronto darán que hablar a historiadores y arqueólogos.
Ya está lograda la localización de la iglesia que en los siglos primitivos hubo de erigirse en el campo de los Pastores. He visto trozos de mosaico, columnas y capiteles; se puede precisar la corriente de las antiguas cañerías; se han descombrado las cisternas; están cuidadosamente guardadas las ánforas que han encontrado, y el P. Roque, en una amplia y generosa perspectiva de religión y de ciencia, articulando él sabrá de qué prodigiosa manera, las atenciones múltiples y difíciles de la Procura con estas investigaciones de arqueología levanta muros, se hacen las viejas alineaciones, y no pasarán mucho años sin que la basílica quede restaurada y abierta de nuevo al culto.
Ya apunta el ocaso cuando volvemos a Jerusalén y el P. Procurador general nos conduce al gran colegio que la Custodia sostiene en el edificio que se construyó hace años para la obra del cardenal Ferrari. Los estudiantes celebran la Pascua y quieren hacernos partícipes del júbilo de este bello día. La banda de música toca composiciones españolas. El P. Rector, un franciscano de América del Norte, inteligentísimo y bondadoso, nos colma de atenciones.
Magna labor educadora realizan aquí los frailes de la cuerda, labor docente de tipo moderno que neutralizará cuando menos la que judíos y protestantes están practicando para ganarse la juventud. No conoce España y acaso por lo mismo ni aprecia ni paga esta acción patriótico-religiosa, que es desagravio y reconquista. Rodríguez, que me acompaña, no sale de su asombro viendo estas cosas, que querría llevar en el objetivo de sus máquinas fotográficas para que los españoles supieran cómo defienden los religiosos el honor de la patria.
En el coche del P. Roque, volvemos a Notre Dame. Han tocado a cenar; y los cruzados, que vocean en los pasillos su entusiasmo después de la excursión a Belén, aguardan la llegada del correo de España, prefiriendo la lectura de las cartas a la del menú.