Una buena madre de familia me decía que la Misa del domingo le sirve para orientar toda la semana, con la homilía que da alguna idea y un propósito general. Le respondía que ojalá sea así, y que la homilía es importante siempre que esté al servicio de la Palabra, cosa que algunos fieles olvidan. Se quedan con la duración, si tiene un argumento claro, o si se entiende al sacerdote; en definitiva, algunos se quedan con el envoltorio sin llegar al regalo que es la Palabra de Dios y la Eucaristía.
La mayoría de los sacerdotes que conozco preparan con antelación el conjunto de su variada predicación y en particular la homilía dominical, además de la cotidiana, si es el caso. Otra cosa es que luego logren alcanzar su objetivo, sin olvidar aquel dicho de que «el sacerdote que no mueve las almas contribuye a mover el trasero de los oyentes». Por eso intentamos documentarnos y llevar antes a la oración la predicación y pedir gracia al Espíritu Santo, pues sin ella no tendría eficacia sobrenatural: más que técnica es corazón movido por la fe. El Papa Francisco es un ejemplo de homilía diaria clara, con pasión, y breve.
No resulta difícil comprender que una breve homilía de un domingo requiere bastante preparación. Porque hay que resumir una idea o comentario de fe en pocos minutos, con un argumento desde el inicio hasta el final concreto. Salvo excepciones, una homilía no debería superar diez minutos, a todos los niveles, incluidas las bodas, bautizos, confirmaciones o funerales. Muchos, incluidos los señores obispos, lo intentamos aunque a veces no lo consigamos.
Cierto que los sacerdotes no deben abusar de la paciencia de los fieles, aunque quizá sea oportuno añadir que Dios merece que le dediquemos al menos casi una hora a la semana: para encontrarse con Jesucristo y cargar baterías para portarse como hijos de Dios. De eso se trata. Y además, el encuentro amistoso de familias a la salida completa esa reunión en el nombre del Señor, como dice un canto de entrada.
Recuerdo el comentario de un asistente a un Retiro de varios días que comentaba al final los aspectos literarios y retóricos de aquellas «conferencias», decía. Aunque diera un notable al sacerdote, el comentario era para deprimirse porque el buen señor no había entrado en el Retiro. Se trataba de meterse en la Palabra de Dios para convertirse bajo la acción del Espíritu Santo, no por la elocuencia del predicador.
El estímulo, la comprensión y la oración de los fieles, son una gran ayuda para avanzar juntos en la fe compartida, celebrada y vivida. Con un mal predicador, pero con fe y corazón, el Espíritu Santo puede hacer maravillas.