De nuevo, celebrando el centenario de Don Marcelo, cardenal González Martín, recuperamos el Evangelio comentado para este domingo que él publicó con el título: DANOS SIEMPRE DE ESE PAN en el diario ABC el 4 de agosto de 1997:
«Comienza la conmemoración del discurso eucarístico de Jesús. La historia del maná está presente en este comienzo. Los oyentes de Jesús, aunque nos parezca extraño, pues acababan de vivir la multiplicación de los panes y los peces, le piden un signo similar al maná que comieron sus antepasados.
Es desconcertante que le recuerden la historia del maná, pues acababan de vivir una experiencia extraordinaria de amor de Dios hacia ellos. Por manos de Moisés los libró de la esclavitud de los egipcios. Pero por el duro esfuerzo que suponía el peregrinaje a través del desierto se quejaban y añoraban las inseguridades que tenían aunque estaban ligadas a su condición de esclavos del faraón. Nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos. Murmuraban contra Dios, contra Moisés, contra Aarón.
En nuestra historia personal hacemos quizá muchas veces lo mismo. Cada uno tenemos que atravesar nuestro propio desierto. Queremos seguridades y poder saciarnos. Pedimos a Dios los signos que a nosotros nos parece le hacen cercano y providente. Y lo que nos sucede lo juzgamos más duro y peor que lo que acontece a los demás.
Pero, nuevamente, como ocurre con nosotros si tenemos capacidad de ver, Dios mostró a su pueblo lo que más tarde dijo Jesús: sin Mí nada podéis hacer. Y volvió a enseñarles cómo un padre quiere a su hijo y que Él es quien le alimenta y le cuida.
Cada día les daba lo necesario con el maná y así tenían el mismo alimento para todo el pueblo de Dios en marcha. Y hacia el crepúsculo vespertino comían carne, pues bandadas de codornices cubrían todo el campamento.
Los que ahora seguían a Cristo también querían señales poderosas que abrieran su corazón a la solicitud de Dios, como si no se las hubiera dado ya en la multiplicación de los panes y los peces. Jesús quiso ocultarse para descansar un poco, pero la gente le encontró en la otra orilla del lago. Le buscaban porque querían seguir saciándose de lo que Él les diera, y así se lo dijo Jesús, reprochándoles su ambición puramente terrena.
Buscad no el alimento que perece, sino el que perdura para la vida eterna. Y, ¿qué hemos de hacer para trabajar en lo que Dios quiere?, preguntaron ellos. A lo que Cristo contestó: Que creáis en el que Dios ha enviado. Así empezó lo que sería uno de los pasajes más extraordinarios del Evangelio: el discurso eucarístico. Quiso suscitar en ellos preguntas que, sin que se dieran cuenta, brotaban de su necesidad espiritual más íntima.
No fue Moisés el que os dio pan del cielo, sino mi Padre. Respondieron: Señor, danos siempre de ese pan. Jesús contestó: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará sed.
Cristo nos espera en la Eucaristía, la Eucaristía es la culminación de nuestra experiencia de Cristo y nos fortalece cuando la recibimos con espíritu de adoración, de gratitud, de servicio, de amor, de fraternidad. Vidas limpias que se alimentan con el cuerpo de Cristo, que adoran a Cristo en el silencio de una visita al Sagrario, llenas de amor».
Mañana, celebraremos la Fiesta de la Transfiguración.
El episodio de la Transfiguración[1] marca un momento decisivo en el ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación que consolida la fe en el corazón de los discípulos, les prepara al drama de la Cruz y anticipa la gloria de la resurrección. Este misterio es vivido continuamente por la Iglesia, pueblo en camino hacia el encuentro definitivo con su Señor. Con tres apóstoles escogidos, la Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no desfallecer ante su rostro desfigurado en la Cruz. En un caso y en otro, ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz… Esta luz llega a todos sus hijos, todos igualmente llamados a seguir a Cristo poniendo en Él el sentido último de la propia vida, hasta poder decir con el Apóstol: Para mí la vida es Cristo (Flp 1,21).
Ayer celebrábamos al Santo Cura de Ars. Por su vida y su actuación, San Juan María Vianney constituyó, para la sociedad de su tiempo, como un gran reto evangélico… No se puede dudar, dijo San Juan Pablo II[2], de que, todavía hoy, él encarna para nosotros ese gran desafío evangélico… ¡No, la figura del cura de Ars no ha pasado de moda! Escuchad, si no, las palabras con las que se dirigía a sus feligreses:
El tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro.
El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo. La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable.
En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión. Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con Él.
El Santo Cura de Ars había entendido perfectamente la expresión de Pedro: Maestro, ¡qué bien se está aquí! Por culpa de la Revolución francesa no podrá hacer la comunión hasta los trece años, pero ya como sacerdote repetiría en la catequesis para la primera comunión:
Cuando se comulga, se siente algo extraordinario… un gozo… una suavidad… un bienestar que fortalece todo el cuerpo… y lo conmueve. No podemos menos de decir con San Juan: ¡Es el Señor! ¡Oh Dios mío! ¡Qué alegría para un cristiano, cuando al levantarse de la sagrada Mesa se lleva consigo todo el cielo en el corazón!
Por eso, amar a Dios supondrá acceder a todos los trabajos para alcanzar la felicidad eterna. No es quedarse en una mera contemplación, en un espiritualismo. Es fortalecernos en el Señor, con su luz, para reflejarlo en nuestras obras. La transfiguración nos recuerda que es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios (Catecismo de la Iglesia Católica nº 555). Pero solo se trabajará para Dios desde la fortaleza del encuentro. Todo lo demás será trabajo estéril. Habrá trabajo; la evidencia así nos lo puede demostrar; pero, no habrá un trabajo evangelizador. ¿Qué quiero decir con trabajo evangelizador? Pues, sencillamente, que al dejarnos transfigurar por el Señor, por su palabra, por el trato íntimo con Él, por su Cuerpo en la Eucaristía, le transmitiremos a Él, que es de lo que se trata. Se vive así una existencia transfigurada; esto es, al sentirnos llamados por el Padre a escuchar a Cristo se vive en una profunda exigencia de conversión y santidad. No solo es el trato con Él, sino que hay inmediatamente una necesidad de comunicar.
Santo Tomás de Aquino afirma que así como la claridad del cuerpo de Cristo representaba la futura claridad de su cuerpo, así la claridad de sus vestidos designaba la futura claridad de los santos[3]… Esta claridad esperada será consecuencia de nuestra unión con Dios por la visión beatífica, como la claridad de Cristo en el Tabor fue signo de su estado de unión con el Padre.
PINCELADA MARTIRIAL
Hay 20 cartas-notas del Beato Saturnino Ortega Montealegre, el arcipreste mártir de Talavera de la Reina, que sufrió el martirio en la noche del 5 al 6 de agosto de 1936.
https://www.religionenlibertad.com/blog/38275/beato-saturnino-ortega.html
Están escritas, con lapicero de carbón, en pedazos de cuartillas, a su hermana Anita desde el día que fue detenido, 21 de julio de 1936, hasta el día que lo asesinaron. La última carta, del 5 de agosto, reza así:
Amadísima hermana mía: Estoy bien de salud y dando gracias a Dios por todo. Te abraza tu hermano que no te olvida. Saturnino.
Sobre estas líneas, el Beato con el Cardenal Segura. Es digna de ser transcrita la declaración de una religiosa de las MM. Carmelitas de Talavera de la Reina. Dice así:
“Semblanza resumida de la vida y virtudes del venerable sacerdote D. Saturnino, martirizado en la revolución marxista del año 1936, en Talavera de la Reina, siendo párroco-arcipreste de esta ciudad.
Nos piden algunos sacerdotes que desean tener testimonios sobre la vida y virtudes de D. Saturnino. Con mucho gusto lo hacemos, aunque no sea muy extenso, pues ya han escrito sobre su vida y trabajos realizados en su apostolado.
Nosotras sabemos mucho de sus virtudes heroicas y de su santidad, por el trato íntimo espiritual que hemos tenido con él. Ha sido para nosotras un verdadero padre. Le tuvimos mucho tiempo de confesor y director de la comunidad con mucha satisfacción y provecho de nuestras almas. Su doctrina luminosa y evangélica convencía y empujaba hacia la mayor perfección, asemejándose a Jesús, nuestro Divino Maestro. Tenía mucho amor de Dios y lo manifestaba en las pláticas que nos daba los días de retiro. Nos contagiaba de su entusiasmo y fervor. También nos hacía reír, para amenizar con sus ocurrencias agradables y graciosas, las amonestaciones y correcciones que nos quería hacer.
En las visitas que nos hacía los días de Navidad, acompañado de sus sacerdotes coadjutores, disfrutábamos muchísimo con sus chistes, que siempre tenían una moraleja provechosa.
Apreciaba muchísimo a nuestra comunidad y cuando tenía que hablar de nosotras, nos hacía buen cartel, sintiéndose orgulloso de sus queridas hijas, como nosotras lo estábamos de nuestro apreciado padre, que tanto nos edificaba con sus buenos ejemplos.
D. Saturnino ha tenido sus buenos admiradores, que lo conocían bien y apreciaban sus excelentes cualidades, su bondad, su humildad, su entrega generosa para todos los que acudían a él buscando su apoyo. Por otra parte, ha tenido también sus enemigos que le causaron muchos sufrimientos. Él sabía corresponder con su exquisita caridad y perdón, devolviendo bien por mal. Hasta que estalló la revolución marxista y abiertamente empezó su terrible persecución y calvario. Pudo salvarse del peligro que le amenazaba, pues algunas personas le ofrecieron facilidades para ello, pero no las aceptó diciendo que el buen pastor no puede abandonar a sus ovejas en el peligro.
La última plática que nos dio, estando ya muy cerca el peligro, fue emocionante, fervorosa y de mucha nostalgia, parecida a la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní. Nos animaba para que fuésemos muy fieles al Señor y nos decía: “Hijas mías, tened mucho ánimo y confianza en el Señor, a vosotras no os pasará nada, pero a mí me matarán”. Ya no podía decir más, ni nosotras resistir tanta impresión de angustia, pero al final dijo con mucha dulzura: ¡Morir por Jesús, qué dulce morir!
Así terminó la impresionante plática que no podemos olvidar. No le volvimos a ver. Sabemos que su martirio fue terrible y murió perdonando a sus verdugos y de rodillas”.
[1]San JUAN PABLO II, Vita consecrata, 15
[2] San JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes, 6 de abril de 1986.
[3] Santo TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae 3 q.45 a.2 ad 3.