Eran pescadores de Galilea, gente concreta. Así que nada de visiones interiores. Después de lo que había pasado en el Calvario, se habían vuelto para casa y se habían encerrado por miedo a los judíos. Él se había muerto de verdad, y por eso realmente, para esos pobrecillos, todo se había acabado1

Pero aquel domingo por la mañana, frente al sepulcro vacío, algo se rompió en aquella dolorosa pero realista resignación. Porque todo comenzaba de nuevo. 

Cada vez que Jesús aludía a su Pasión, añadía que al tercer día el Hijo del hombre resucitaría. Y, sin embargo, después de su crucifixión nadie recordaba estas palabras. Muchos ni siquiera se acordaban cuando lo veían resucitado. Los de Emaús andarán cabizbajos y tristes incluso ante las propias explicaciones que les dará el Mesías. Hasta que no partan el pan, no le reconocerán. 

Todos se habían olvidado. Todos menos María, su Madre, la que durante nueve meses había llevado en su vientre ese cuerpo, el mismo cuerpo que habían crucificado y que sostuvo, exhausto, cuando descendió de la cruz. Podemos decir que, durante tres días, María guardó toda la esperanza del mundo.

También Juan había oído varias veces las palabras de Jesús que anunciaban su resurrección. Con Pedro y Santiago estuvo presente durante la Transfiguración, cuando Jesús les mandó que no dijeran a nadie lo que habían visto sino cuando el Hijo del hombre hubiese resucitado de entre los muertos. Obedecieron, pero se preguntaban qué era aquello de resucitar de entre los muertos (Mc 9, 9-10). Por tanto, Juan tenía que estar preparado para captar este misterio de la resurrección. Y, sin embargo, lo recuerda solamente cuando ve la sábana y el sudario intactos después de que Jesús hubiera salido del sepulcro. Como refiere este texto del Evangelio.

Lo hemos escuchado también en la secuencia pascual: Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado... Rey vencedor, apiádate de la miseria humana... Y esto es lo que hoy celebramos. Dios envía a su Hijo al mundo para renovar, para restaurar la condición humana y darnos la salvación. 

Vosotros -dice el libro de los Hechos- sabéis lo sucedido a Jesús de Nazaret. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén (Hch 10, 37-39). 

También nosotros, que hemos celebrado este Triduo Santo, somos testigos del Resucitado. Ha muerto por nosotros en la cruz. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos. Y es necesario que nos digamos unos a otros: ¡Felices Pascuas de Resurrección! Porque resucitando Cristo, resucitamos todos. Testimoniamos su muerte y su resurrección a los hombres de nuestro tiempo, implicados en luchas fratricidas, en matanzas, en odios, en terrorismo, en crueldades, en envidias, en todo lo que, en definitiva, les separa de Dios, esparciendo la semilla de terror y de muerte. 

Lo que nos trae Cristo resucitado es un anuncio de paz: La paz os dejo. Constantemente escucharemos estos días en el Evangelio: La paz esté con vosotros. No la paz falsa, sino la paz que el Corazón de Dios reparte a todos los hombres para entender este anuncio que hoy toda la Iglesia, al tercer día, cuando Cristo sale victorioso de entre los muertos, repite con insistencia: ¡Cristo ha resucitado! 

Alegrémonos. Gocemos todos. Cristo muerto y resucitado es el fundamento de nuestra esperanza. Tenemos que hacer nuestro el testimonio de Pedro y el de tantos hermanos a lo largo de los siglos, y proponerlo de nuevo en este milenio: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular (Sal 118, 22). 

Esto es lo que nuestros ojos contemplan. Necesitamos aceptar cordial y sinceramente a Cristo, para que a partir de la Pascua vaya cambiando nuestra vida. Seamos testigos cada vez más influyentes de la fe cristiana en nuestros ambientes tan apagados, a veces tan indiferentes al Reino de Dios. Necesitamos sentir el gozo de nuestra transformación en Cristo y por Cristo. 

La Eucaristía de hoy y de cada domingo es un momento especial de experimentar la fe, de renovar el compromiso cristiano. ¡Felices Pascuas de Resurrección!

PINCELADA MARTIRIAL

Benigno Gil nos cuenta el martirio del beato Domingo Ciriaco Domínguez Martínez, hermano marista. Dionisio nació el 24 de enero de 1911 en Villoria de Órbigo (León) y diócesis de Astorga. El matrimonio formado por sus padres, Miguel y Teodora, fue bendecido con siete hijos, tres de los cuales se consagraron a Dios: Dionisio y dos de sus hermanas profesaron en la vida religiosa. En sus primeros años, ya se mostraba cumplidor de sus deberes, obediente y respetuoso; era modelo para sus compañeros y de los más aplicados. Su madre lo animó cuando decidió ser marista, aunque ella hubiera preferido que fuera sacerdote. 

Ingresó en el seminario marista de Venta de Baños (Palencia) el 4 de diciembre de 1925, desde donde pasó, el 15 de septiembre de 1926, al noviciado de Tuy. Allí vistió el hábito marista el 19 de marzo de 1927 y recibió el nombre de Hno. Domingo Ciriaco. El mismo día del año 1928 emitió sus primeros votos anuales. El 15 de agosto de 1934, en Tuy, se entregó definitivamente a Dios con su profesión perpetua. 

La lista de sus destinos es muy breve: después de su primera profesión temporal, se quedó en Tuy, preparándose para el ejercicio de la enseñanza; en septiembre de 1928, fue enviado al colegio San José de la calle Fuencarral, nº 126, de Madrid. En esta ciudad, fue apresado y entregó su vida por Dios, al recibir en ella la palma del martirio

Los hermanos con los que convivía eran su familia, su vida y su tesoro. Su carácter alegre fomentaba el buen espíritu en la comunidad y esta se sentía contenta con él, lo que hacía que él fuera feliz en ella. Estaba siempre dispuesto a servir a los hermanos, a los alumnos y a cuantos necesitaran su ayuda. Tenía cualidades para la enseñanza y consiguió ser un excelente profesor, formado a base de constancia y de seguir las indicaciones del director. Se entregó de lleno a la formación de sus alumnos a los que apreciaba de veras, con lo que se ganó su cariño, sintiéndose ellos también contentos y felices con él.

El 18 de julio de 1936 abandonó el colegio San José y se refugió en la calle Magdalena, nº 18, en casa de unos familiares. Estos tenían un puesto de verduras en un mercado, donde trabajó como dependiente. Al ser movilizada su quinta, lo destinaron a Valencia. En la tarde del 20 de abril de 1937, al presentarse con otros dos maristas en un chalé -hoy desaparecido- de la calle María de Molina, nº 9, para firmar el salvoconducto para el viaje, parece que fue reconocido y denunciado por un ex alumno del colegio, siendo detenido y condenado. Los dos hermanos que lo acompañaban avisaron a una prima suya, que hizo cuanto pudo para saber lo que había pasado, pero no consiguió averiguar nada. Fue asesinado el 20 de abril de 1937 en Madrid por ser hermano marista. Fue beatificado en Tarragona el 13 de octubre de 2013.

1 GIANNI VALENTE. De los pequeños indicios, el estupor de la fe. En la revista 30 Días.