El beato Saturnino Ortega Montealegre, párroco de Santa María la Mayor y arcipreste de Talavera de la Reina, también nos ofrece esta hermosa reflexión. Fue publicada por El Castellano el 27 de marzo de 1929.
Quare fremuerunt gentes, et populi meditati sunt inania?¿Por qué se amotinaron las gentes, y los pueblos tramaron cosas vanas? (Salmo 2).
En una de las mejores poesías religiosas del insigne vate José María Gabriel y Galán, cuya escena se desenvuelve durante la procesión del Viernes Santo, en uno de los pueblos «de esos llanos de la estepa castellana cuando había unos cristianos que vivían como hermanos en república cristiana», aparece la figura de un «rapazuelo generoso» que al mirar «aquel sayón inhumano, que al dulce Jesús seguía con el látigo en la mano», «se sublimó de repente, se separó de la gente, cogió un guijarro redondo» y cuando «los fieles, alborotados» viendo rebotar por el suelo la cabeza de cartón del judío del paso, efecto de la pedrada del travieso muchacho, le preguntaron admirados: «-¿Por qué, por qué has hecho eso? Él contestaba agresivo, con voz de aquellas que llegan de un alma justa a lo vivo: -¡Porque sí; porque le pegan sin haber ningún motivo!».
Todos hemos sido niños, y ¡ojalá! que aun llegando a mayores, y posándose después la nieve de los años sobre nuestras cabezas, conserváremos siempre el instinto de justicia tan limpio y tan hermoso como entonces lo sentíamos y que con tan vivo colorido dejó retratado en su preciosa composición La pedrada, el laureado poeta de Castilla, que si así fuera, ni el fuego de las pasiones no atrofiaran luego los más nobles sentimientos del alma, si los miserables respetos humanos no levantaran inaccesibles muros al paso del hombre por los senderos de su deber, y sobre todo, si el mezquino interés de una tierra que para nada sirve, no fuera el principal propulsor de la humana actividad, seguramente Jesucristo no hubiera sido jamás flagelado por la tiranía de los poderosos, y su obra, la aspiración divina de su corazón amantísimo, tiempo haría que se hubiera realizado en el mundo en toda su grandiosa extensión, haciendo la felicidad de todos los hombres, en la participación de su misma vida sobrenatural y divina.
Porque, en resumen de cuentas, la obra de Cristo, la finalidad de su predicación, de toda su vida, eso fue, arrancar al hombre de la esclavitud del pecado por la penitencia y la renuncia de sí mismo, sacrificando todo lo que hay en él de malo, imperfecto y limitado, para unirle a Dios por la fe y la caridad.
A este pensamiento, a esta nobilísima aspiración, el hombre responde lo mismo ahora que en los días del Redentor, con amor y entusiasmo cuando su corazón no ha perdido la sencillez, la humildad, la rectitud del niño, así se vio entonces a los niños, a los pobres y a los humildes que siguieron a Jesucristo y le aclamaron y le amaron sin reservas, sin segundas intenciones.
Por el contrario, lo mismo entonces que en nuestros días, resisten a Jesucristo los soberbios, los infatuados por la ciencia vana, los poderosos que no conformes con el dominio de la tierra quieren también dominar las almas y enseñorearse de los pueblos y de las multitudes como si fueran dioses.
A todos estos les estorba el divino Jesús, no quieren su Iglesia, por eso le hacen guerra, la persiguen y calumnian.
Cuando para justificar su actitud de resistencia a la palabra y a la obra de Cristo invocan los enemigos de la Iglesia católica, que son los enemigos de Cristo, los nombres de progreso y civilización, los de clericalismo y libertad, etc., etc., no hay que parar mientes en tales pretextos, sencillamente, no creen o aparentan no creer, hablan mal de la Iglesia y de sus ministros, no son buenos cristianos, porque la obra de Cristo es superior a las bajas pasiones en que voluntariamente viven adormecidos. No debemos nunca perder de vista que el hombre de suyo es retrógrado al progreso, sobre todo al progreso moral y religioso. Al hombre le es más cómodo vivir a sus anchas sin ley ni amo, por eso en cuanto puede rompe las cadenas, aunque sean tan amorosas y dulces y divinas como las paternales y amorosísimas de Jesucristo.