Plantéase en el duro trance en el que nos hallamos ante una norma que condena a muerte a cientos de miles de niños, la nefanda Ley Aído aprobada el martes pasado en el Senado español, no sólo cuál es la posición que ante ella debe adoptar el Rey, a quien corresponde lo que en terminología constitucional se llama “sancionarla”, sino también ahora, las consecuencias penitenciales o canónicas que para su persona debería representar esa sanción.
 
            Por lo que se refiere al primer tema, la sanción de la ley por el Rey y la conveniencia de que la lleve a efecto, ya intenté aportar en su día datos que pudieran contribuir a allanar la reflexión, cosa que hice en el artículo publicado en este mismo medio y que titulé “De la eventual negativa del Rey a sancionar la Ley del aborto. Los casos uruguayo y belga”.
 
            Me gustaría ahora añadir aquí, de manera sencilla y breve, algunos apuntes que ayuden a arrojar luz sobre una cuestión como la de la posible excomunión del Rey por sancionar la ley en cuestión. Un problema tan arduo que, según indican muchos medios incluido el diario digital que tan amablemente acoge a este columnista, puso en aprietos al mismísimo portavoz de la Conferencia episcopal española, Mons. Martínez Camino, cuando se vio en el trance de ofrecer una respuesta a los periodistas que en hasta siete ocasiones le inquirieron al respecto.
 
            Pues bien, con toda probabilidad, el documento de referencia sobre el tema al día de hoy no sea otro que la Encíclica Evangelium Vitae, en la que el Papa Juan Pablo II en 1995 se expresaba al respecto con meridiana claridad:
 
            “El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección”.
 
            Queda pues claro, que la pena establecida para el aborto es la de excomunión, restando sólo determinar quien incurre en este delito genéricamente denominado “aborto”, algo en lo que “la nueva legislación canónica” a la que se refiere la misma Encíclica, a saber, el Código Canónico de 1983, promulgado también por Juan Pablo II, arroja bastante luz:
 
            “Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae [vale decir, automática] (Cod. Can. art. 1398)
 
            “Quien procura”, esto es, “quien busca” el aborto. He ahí la clave pues. La cuestión entonces requiere plantearse así: ¿procura el Rey, busca el Rey, el aborto cuando sanciona la Ley que, aprobada por el Parlamento español, le será pasada a la firma para lo que en términos constitucionales se denomina su “sanción”?
 
            A mi humilde entender la respuesta a tal pregunta sólo puede hallarse en la conciencia del monarca y, a menos que él la exprese a nadie, no nos será dado el conocerlo. Pero el acto en sí de la firma no ofrece pistas al respecto, porque cuando la Ley llegue a manos del Jefe de Estado para su sanción, él no se hallará ante una potestad, la de firmarla o no, expresando así su acuerdo o su desacuerdo, su aquiescencia o su oposición, sino sólo ante el mandato inexcusable de hacerlo, el que marca el artículo 91 de la Constitución española de 1978 que con toda taxatividad se expresa así:
 
            “El Rey sancionará [no, por lo tanto “podrá sancionar”] en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes Generales y las promulgará y ordenará su inmediata publicación” (art. 91).
 
            Todo lo cual da respuesta, por otro lado, al caso de los legisladores que han votado por la Ley, cuya responsabilidad ante el acto sí se presenta libre, clara, manifiesta y reversible, por cuanto que ellos frente a la Constitución, y a diferencia del Jefe de Estado, no cumplen con un mandato, sino que ejercen una prerrogativa: la de aprobar o no la ley. Algo sobre lo que no sólo se expresa con claridad la Carta Magna cuando menciona el poder de los legisladores para “pronunciarse” sobre los proyectos de ley (ver. art. 88), sino sobre lo que a mayor abundamiento, se ratifica también la Evangelium Vitae:
 
            “La responsabilidad [en el aborto] implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto” (Ev. Vit. 59).
 
            “Promovido y aprobado”, pues. Acciones que no son, en modo alguno, las que realizará el Rey cuando sancione la Ley. Que el Rey no la ha promovido no requiere de mayor explicación. Que tampoco la estará aprobando se deduce del hecho de que para poder decir que la aprueba, el Rey debería gozar de la capacidad de desaprobarla, una potestad de la que carece cuando, como parte y colofón del procedimiento legislativo, sanciona una ley.
 
            Por proceder ya a resumir, entiendo que el solo hecho de la sanción del Rey de una ley, por nefanda y contraria a los principios marcados por la Iglesia que sea, no implica para él la excomunión, una excomunión en la que sólo incurriría si concurrieran en dicha sanción una, o las dos, de estas circunstancias: que el Rey pudiera negarse a ella, o que al sancionar la Ley existiera por su parte una voluntad deliberada de conseguir los efectos que producirá.