El lenguaje, entendido como logos
El lenguaje distingue a los humanos como seres conscientes de sí mismos y a la vez como seres sociales. El lenguaje nos sitúa ante nosotros mismos y ante la realidad. El lenguaje, entendido como logos, palabra, razón, pensamiento, conversación, nos invita a deliberar bien, a actuar prudentemente para sostener la vida en común, en la ciudad (polis) y alcanzar la perfección de nuestra naturaleza. El lenguaje más preciso y depurado sostiene la transmisión del conocimiento y consecuentemente guía todo aprendizaje.
Deterioro del lenguaje
En esta dirección, el lenguaje es el humus que nutre la escuela y la universidad. Pero en los últimos 20 ó 30 años, en España (y en otros países desarrollados), en escuelas y universidades, el lenguaje entendido como palabra, como inteligencia capaz de acercarnos a la realidad, se está deteriorando. La RAE señala que nuestra lengua cuenta con unas 80.000 palabras, los adultos utilizan entre 500 y 1000 y los jóvenes utilizan unas 300. ¿Es este un vocabulario limitado? Este lenguaje, entre los más jóvenes, podría estar perdiendo su penetración para entender, aprender, para captar la esencia de los contenidos que son objeto de estudio. Sin embargo, la escuela, con algunos maestros y profesores quizá también con un lenguaje limitado, no percibe suficientemente este deterioro. O quizá, ¿estamos ante un tema intocable y tabú?, dado que es un problema capital y no se habla de él.
Lenguaje y pensamiento
Si estamos de acuerdo en que el lenguaje esta interrelacionado íntimamente con el pensamiento (siguiendo por ejemplo a Vygotsky entre otros expertos en el tema), podemos señalar que muchos de nuestros estudiantes se han quedado a las puertas del lenguaje más cabal y piensan desde unos parámetros en ocasiones muy pobres. No han alcanzado el nivel suficiente de un lenguaje-pensamiento capaz de resolver los mínimos retos que les plantea la escuela y luego la universidad. No manejan bien los componentes del lenguaje (la fonología, la semántica, la sintaxis/ gramática y la pragmática) destinados a nutrir mejor el pensamiento complejo y alcanzar una mayor inteligencia de la realidad curricular, personal y social. Un ejemplo para ilustrar este clima lingüístico: los tiempos verbales más exigentes que permiten un complejo pensamiento hipotético-deductivo se pierden en favor de un lenguaje anclado en el presente.
Pero ni las innumerables leyes educativas que se han sucedido en nuestro país, ni los currículos a menudo contradictorios, ayudan a muchos maestros y profesores a manejar las mejores herramientas del lenguaje, el vocabulario más depurado. El activismo pedagógico de las escuelas más “innovadoras”, dicho con ironía, se ha olvidado del lenguaje como logos. En muchas escuelas no se enseña a desarrollar plenamente todas las dimensiones del lenguaje –el currículo no lo facilita- y los estudiantes llegan a la universidad con carencias graves en el plano del hablar, del escribir, de la lectura y de la argumentación. Solo se maneja un lenguaje limitado, a veces muy dañado, que dificulta el aprendizaje.
El lenguaje de una sociedad estresada
Pero no solo la escuela cuenta con fuertes carencias estructurales en este plano. La escuela es un resultado de la sociedad. Las familias bajo estrés, el mundo laboral agobiante, los miedos e incertidumbres de cara al futuro no ayudan, en el marco de una sociedad frágil y ansiosa a resolver el problema. Entonces, en este entorno, bastantes ciudadanos caminan progresivamente hacia el analfabetismo funcional aun contando con una educación universal y gratuita. Un analfabetismo funcional que afecta a muchos adultos que, a pesar de contar con una mínima educación formal, no leen ni escriben con la suficiente profundidad como para desplegar su propio desarrollo profesional o realizar tareas intelectuales mínimamente exigentes.
Cuidar el lenguaje ante las pantallas
Consecuentemente una tarea vital (cultural, civilizadora) en nuestros días es la de cuidar el lenguaje, su aprendizaje, su manejo, su finura. No solo desde la escuela y la universidad –plano fundamental- sino en muchos más niveles. Y hay que empezar muy temprano desde la familia, y, lógicamente, en la escuela, en el ocio, etc. Sin embargo, es esta una tarea de dimensiones incalculables o quizá inabarcable. Además, esta dificultad se acentúa cuando todos percibimos cómo la omnipresencia del consumo de pantallas entra en colisión con el lenguaje entendido como logos. El lenguaje más recreativo de los media digitales –recibidos desde ordenadores, móviles, videojuegos, metaverso, las redes sociales, etc.- mayoritariamente no apuntan a un discurso ponderado y civilizador sino más bien al consumo de una cultura solo rentable económicamente, pobre y repetitiva. Una cultura que al buscar la comunicación más directa y asequible necesita una reducción del número de palabras. El lenguaje televisivo, para poner un ejemplo, si solo apunta a incrementar las audiencias, no se puede entretener en el vocabulario y la sintaxis más abstracta.
Las raíces de este deterioro del lenguaje quizá están, lo vamos viendo, en la aceleración de la sociedad del capitalismo desregulado de las últimas décadas donde las relaciones coste-beneficio no están para sutilezas. Consecuentemente aumenta la vulgaridad de temas y enfoques. Neil Postman relacionaba, ya en 1985, la peor televisión (hay muy buena televisión, pero muy escasa) con el avance de la ignorancia (estupidez es la palabra que empleaba él). Las redes sociales de los jóvenes, Instagram, TikTok, hoy mismo no son un homenaje al pensamiento complejo y a las disquisiciones sabias. De nuevo nadie niega las bondades de los avances digitales más humanos y prudentes y que tanto nos facilitan la vida. Pero muchos de estos avances, el smartphone por ejemplo, no acompañan bien a los más jóvenes hacia la madurez en la concreción de sus objetivos. Y además estos avances desplazan a las probablemente más ricas conversaciones presenciales que les facilitarían quizá una vida más enfocada, empática y reflexiva. Este es el espíritu que se refleja en un relevante libro que se denomina En defensa de la conversación escrito por la profesora y psicóloga del MIT, Sherry Turkle, en 2016.
Del lenguaje secuencial de la escritura al lenguaje discontinuo digital
Estamos tan saturados de imágenes constantes e imparables que las palabras y los conceptos quedan desbordados, e incluso devaluados, tal como defiende Giovanni Sartori en su libro de 1997 cada vez más actual y titulado Homo videns. Recibimos mucha información audiovisual pero no la podemos convertirla en conocimiento. Y no vale aquella frase tan manida que dice: “yo pienso en imágenes”. Puede servir en el mundo del arte, pero no en el de la abogacía entre muchos otros campos y profesiones.
En la escuela se acumula mucha información audiovisual que el alumno cree entender, pero después es incapaz de explicar. Pensemos en las políticas educativas de un alumno, un portátil (o tableta). Cada alumno, en la digitalización de la educación, debe contar con su propio portátil. En esta línea el lenguaje, la escritura, la lectura lineal han sido progresivamente sustituidas por el omnipresente discurso audiovisual, discontinuo, entrecortado, en forma de mosaico y que anda a saltos. El resultado para muchos expertos es el empobrecimiento del vocabulario que mina además la comprensión lectora. El resultado es un entramado audiovisual que puede ser auténticamente disruptivo y distractivo en el aula y en el estudio personal. Un discurso audiovisual que, además, en la multitarea (media multitasking), con el móvil o el ordenador presentes, torpedea la focalización de la atención en las horas de estudio.
Los estudiantes están aprendiendo bajo el dominio de un frenético discurso híper-textual (nos referimos al discurso que va saltando de link en link) verdaderamente hipnótico. Consecuencia: impaciencia y bulimia de imágenes y ocurrencias. Para entender estas afirmaciones vale la pena escuchar a un catedrático de la Universidad de Granada, Daniel Arias Aranda, explicándonos su experiencia docente en una carta a sus alumnos universitarios de grado. Este documento, discutible en bastantes aspectos, ilustra esta merma de las capacidades lingüístico-intelectuales de muchos jóvenes.
La elocuencia como objetivo
Recapitulemos un poco para seguir con la argumentación. En la escuela no se aprende suficientemente a hablar ni a leer ni a escribir a tenor de los resultados en este campo en los primeros cursos universitarios comentado por bastantes profesores de los grados. Además, en la escuela los profesores andan ocultos tras las pedagogías más variopintas detrás de las cuales ha desaparecido desde el dictado hasta el libro, desde la escritura a mano hasta la redacción argumentada. En la lejana educación del Trívium (gramática, dialéctica y retórica) el objetivo era un manejo excelente del lenguaje, la oratoria, la escritura, la corrección gramatical. El objetivo, en una palabra, era la elocuencia. No estamos proponiendo en absoluto recuperar mecánicamente aquella educación. Sin embargo, sí valoramos algunos de sus objetivos: aprender a hablar, a leer, a conversar y a escribir como primer paso y condición de posibilidad de todo aprendizaje. Luego, aquellos estudiantes, llegaban aptos para el aprendizaje, el Quadrivium, que instruía en las ciencias relacionadas con los números y el espacio: Aritmética, Geometría, Astronomía y Música.
Sin embargo, la instrucción, los contenidos (perdidos en el currículum mayoritariamente centrado en las competencias), el mismo logos como palabra y razón se ocultan debajo de una escuela a su vez ostentosamente digitalizada. Pero el pastel de la escuela es muy tentador para el negocio digital. Se acaba el bachillerato y saben muy poco detrás de tanto YouTube y PowerPoint que sustituye al discurso más elaborado en la voz de muchos maestros y profesores. Acaban sus estudios y solo cuentan con las lecciones de profesores y maestros a menudo entrecortadas y carentes de lecturas previas. La promoción de la lectura por placer es una de las muchas soluciones, pero nadie intenta algo tan revolucionario en la escuela como un club de lectura curricular o poner en marcha una dinámica y frecuentada biblioteca escolar. Ya en bachillerato y en los primeros cursos universitarios se ha perdido la gran conversación con los clásicos. Se ha diluido, también, la imaginación moral de los estudiantes que facilitaba la finura de los juicios y las decisiones éticas. Pero no hay que encallarse en el pasado sino contar con lo mejor de esta herencia y, de este modo, tomar las mejores ideas para el futuro.
Existe una gran (y minoritaria) cultura digital. Y una gran cultura presencial
En este ensayo hay que destacar el siguiente matiz: no nos quejamos de todo el mundo audiovisual, analógico o digital, que puede generar tanta belleza. No somos iconoclastas. Y nos regocijamos con el gran cine, la gran fotografía, el gran teatro, con la televisión inteligente (tan escasa), con aquel internet que conecta con la alta cultura de la mejor música y la mejor ciencia entre otras posibilidades. Las plataformas de streaming también ofrecen buen cine si su consumo se vive con prudencia.
Pero nuestros estudiantes se han exiliado para la cultura más excelente (no por ello carente de atractivo) y además han perdido habilidades sociales como la empatía y la fortaleza de sobreponerse con determinación a sus dudas, a sus temores, a sus perezas. Lo decimos con tristeza: cuando más necesitamos a unas ilustradas nuevas generaciones más constatamos lo poco que saben. Creemos que han perdido el tesoro de las palabras porque probablemente disfrutan poco de las lecturas, de los debates, de las grandes conversaciones muy presentes, por ejemplo, en el teatro de texto o en un cine dialogado de alta calidad.
La atención necesaria para estudiar, leer y escribir
Y en este maremágnum, lo poco que se aprender en la escuela se ve torpedeado por una caída de la capacidad de atención y focalización en aras a objetivos de conocimiento. Entonces, tal como señalan algunos pedagogos muy sabios, en el aula solo se puede jugar de un modo disperso desde contenidos muy motivadores. Y es que los países ricos han vivido, desde el incremento exponencial de la digitalización recreativa, un aumento desaforado de la monetización de la atención: la atención de los usuarios de las pantallas es el gran negocio. Es decir, la tarea de las Big Tech es tenernos atrapados ante la pantalla para recopilar nuestra intimidad y colocarnos, consecuentemente, ante una determinada publicidad cuando no programando nuestro futuro comportamiento en función de sus intereses. En este mundo invadido por la Infocracia (invitamos a leer este libro de Byung-Chul Han) no cabe el discurso fundamentado en la palabra reflexiva ni en la deliberación racional. Estamos vigilados en un mundo orwelliano del que parece difícil salir. Y permanecemos muy “atentos” a las notificaciones constantes, a nuestras raciones de dopamina.
¿Si no sabemos escribir necesitamos la Inteligencia Artificial?
Vayamos a un caso concreto: existe un chatboth llamado GPT-3, creado por OpenAI, un laboratorio de investigación con sede en San Francisco. Un laboratorio, además, auspiciado por el aprendiz de brujo planetario que es Elon Musk. Retomemos el hilo: este software GPT-3, basado en la Inteligencia Artificial combinada con el Big Data, produce bajo demanda textos nuevos como respuesta a preguntas concretas. Responde y produce textos semejantes al lenguaje natural a partir de unos algoritmos que utilizan el llamado aprendizaje profundo para unir palabras y frases e imitar un texto escrito por un humano. Los docentes escolares y universitarios, por ejemplo en algunas universidades australianas, están alerta pues esta podría ser una forma de plagiar sin dejar rastro. Y no deja rastro porque el texto lo produce una maquina anónima de la nada. Una máquina que no tiene conciencia de la verdad o la mentira de su discurso. Lo produce, pero no lo reflexiona. Y así los estudiantes presentan muchos ensayos y se resuelven muchos exámenes. ¿Una vuelta de tuerca más para asfixiar el lenguaje escolar y universitario que se esta deteriorando?
Dónde queda el lenguaje capaz de desentrañar lo que nos pide el Verbo con mayúscula.