He pasado unos días lejos del mundanal ruido. En una montaña cercana a Valencia conviviendo con un numeroso grupo de sacerdotes en un ambiente de retiro. Ho había ruidos de políticos, ni de contertulios, ni de ofertas comerciales… Solo intentábamos oír la Palabra de Dios. Y el alma y el cuerpo lo agradecían. Es una buena terapia hacer silencio, mandar al quinto pino a la murga de siempre, y dedicarte solo a lo esencial, al menos por un tiempo.
Pero al bajar del monte me encuentro con lo de siempre: políticos que se pelean, economía que no levanta cabeza, problemas que se agudizan y, por si faltaba poco, la aprobación en el Senado de la Ley del aborto a granel. Ahí está el parto de unas políticas, sin aborto. Ya están contentas las líderes del crimen programado, del derecho al infanticidio. La nueva Ley tendría que cerrar con este broche de oro: Y USTED LO MATE BIEN.
Y a esto le llaman progreso. Hay que romper moldes. Hay que eliminar tabúes. Hay que derogar las leyes del Sinaí y del Evangelio. Todo eso suena a rancio. ¿Quién ha dicho que la vida es sagrada? Todo es relativo. Pueden morirse los que protestan contra la mordaza del comunismo. Se pueden eliminar los que estorban. Ya lo hizo el nazismo. Se pueden fusilar los muy católicos y los que no piensan como yo. Ya ocurrió en nuestra historia reciente. Lo importante es que yo viva como me dé la gana. ¡Fuera todo moralismo que barrena mi conciencia y no me deja en paz! ¡Silencio absoluto! ¡Que no hablen los que no quiero oír!
André Frossard es un periodista francés convertido al cristianismo desde el ateísmo más absoluto. Le venía de familia. Pero se encontró con Dios de un modo inesperado. Y desde entonces se planteó las cuestiones más importantes de la vida a la luz de la fe que acabada de recibir. En su libro “Preguntas sobre el hombre” aborda el tema del sexo en uno de sus capítulos. Y afirma lo siguiente, cargado de sentido común e inquebrantable convicción: Cuando los hombres apartan su mirada del cielo para posarla sobre la tierra, lo primero que perciben es su sexo, del que hacen gustosos una pequeña divinidad substitutiva en la medida en que guarda, aparentemente, el secreto de la vida y promete, a falta de eternidad, la compensación de una especie de perpetuidad biológica. Esta idolatría más o menos consciente es de las más extendidas en la actualidad: el sexo ocupa cada vez más espacio en la literatura, en el cine y, sobre todo, en la televisión, donde se disfraza muy superficialmente de sociología, de psicoanálisis o de estadística.
Tras la película, y su obligatoria secuencia de alcoba pública, apenas se emite un programa que no incluya un debate sobre las maneras de alcanzar, o no, un acto sexual satisfactorio, sin que los infelices invitados se den cuenta de que la cámara, fisgona, al recrearse en sus verrugas o en los orificios de su nariz, incita más a las sombrías meditaciones sobre el cráneo de Yorich que a imaginaciones lascivas.
Y sigue reflexionando el autor sobre el tema descendiendo a detalles que vienen a ser comunes de todos los tiempos: Por otra parte es preciso evidenciar que el ídolo está sujeto a flexión, y los medios de reanimarlo son los mismos en todos los periodos de decadencia moral: el cambio de pareja, el sadismo, el masoquismo o la combinación de estas dos perversiones, la violencia, la crueldad, o esa bisexualidad en la que el mismo sexo no sabe ya muy bien si es macho o hembra. Antes de zozobrar en las ignominias de sus épocas tormentosas, los Antiguos practicaban el pudor, no por superstición o temor religioso, sino porque habían comprendido o adivinado lo que el mundo moderno aprenderá pronto a sus expensas: que los órganos de la vida, cuando se hace de ellos una exhibición que rompe sus lazos secretos con el corazón y con el alma, pueden también llevar a la muerte (Rialp, págs. 33-34).
Y el que lleve a la muerte lo estamos viendo cada día: los crímenes pasionales, la violencia de género, la venganza, el mismo aborto. Con tal de disfrutar de una sexualidad sin compromisos, se legisla para que usted PUEDA MATARLO BIEN. Seguiremos hablando del tema de la mano de este periodista y pensador singular. Por hoy ya es suficiente.
Juan García Inza
juan.garciainza@gmail.com
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