Todos los indicios hacen pensar que los obispos españoles van a repetir lo ocurrido en 1985 cuando, en los debates previos a la aprobación de la ley despenalizadora del aborto, se limitaron a recordar la doctrina de manera teórica pero evitando la polémica y paralizando la movilización clara e inequívoca de los católicos. Hasta ahora tampoco habíamos encontrado ninguna alusión a la posición en que quedan las autoridades y las instituciones de un Estado, todas ellas manchadas y cuestionadas en caso de salir adelante la ley, como ya lo están con la ahora vigente.
Ahora bien, en relación con la previsible aprobación de la ley que convierte el crimen del aborto en uno más de los derechos reconocidos por el democrático estado español, hay que reconocer que en esta ocasión, las alarmas se han disparado y ha sido el propio portavoz de la Conferencia Episcopal el que ha bajado a la arena para escenificar una defensa del Monarca responsable de la sanción de los textos legales de acuerdo con los mecanismos previstos en la Constitución.
Y es que iniciativas como las promovidas desde Religión en Libertad, han demostrado con argumentos jurídicos y teológicos contundentes, que era posible esperar que el Jefe del Estado niegue la sanción de la ley. Como todo hace pensar que don Juan Carlos de Borbón, firmará, una vez más, la disposición que condena a muerte a cientos de miles de inocentes no nacidos, la Conferencia Episcopal ha decidido acudir en socorro del interpelado.
Tras la reunión de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal que tuvo lugar ayer, los periodistas preguntaron hasta siete veces a monseñor Martínez Camino por la situación del Jefe del Estado ante la ratificación de la ley del aborto. Teniendo en cuenta que la cuestión no pudo sorprenderle desprevenido se capta el verdadero alcance de las respuestas:
«La situación de Su Majestad el Rey es única, ningún otro ciudadano está en esa situación no existe un principio general para su caso y no hay una exhortación de la Conferencia Episcopal para ello, no es necesario. No es que haya temor a hacerla, es que no es necesario», afirmó.
Al insistir los periodistas, añadió: «El caso del Rey es único, distinto del político que da su voto, pudiendo no darlo. La Conferencia Episcopal no va a dar consejos ni declaraciones por el acto del Rey, que es distinto al del parlamentario».
Y al ser preguntado una vez más, afirmó: «La Conferencia Episcopal no quiere pronunciarse sobre la responsabilidad del acto único que hace el Rey. Y yo no voy a dar mi opinión particular como moralista. El tema daría para escribir cuatro libros. No voy a dar mi opinión porque la Conferencia no tiene un juicio ni lo va a emitir».
Soy consciente de la agudeza crítica y del prestigio intelectual de Monseñor Martínez Camino y alguien con su perfil no puede estar convencido de las razones alegadas por él mismo, argumentos que se refutan desde los más elementales principios de la moral católica y que están en franca contradicción con los que fueron expuestos en 1985 por el entonces Obispo de Cuenca, don José Guerra Campos. Menos aún se entiende tan exquisita prudencia a la hora de emitir un juicio cuando están en juego millones de vidas humanas.
Recordemos, como ya hicimos en otros artículos, la doctrina expuesta por monseñor Guerra Campos en una serie de intervenciones que contienen la única expresión completa de la doctrina católica sobre la legislación abortiva hecha pública por un obispo español. A diferencia de Martínez Camino, Guerra Campos precisó la responsabilidad de las autoridades concretada en los autores de la ley entendiendo como tales el presidente del Gobierno y su Consejo de Ministros; los parlamentarios que la voten y el jefe del Estado que la sancione. Terminaba recordando que ninguna autoridad de la Iglesia puede modificar la culpabilidad moral ni la malicia del escándalo:
«A veces, se pretende eludir las responsabilidades más altas como si la intervención de los Poderes públicos se redujese a hacer de testigos, registradores o notarios de la «voluntad popular». Ellos verán. A Dios no se le engaña. Lo cierto es que, por ejemplo, el Jefe del Estado, al promulgar la ley a los españoles, no dice: «doy fe». Dice expresamente: «MANDO a todos los españoles que la guarden».
Los que han implantado la ley del aborto son autores conscientes y contumaces de lo que el Papa califica de «gravísima violación del orden moral», con toda su carga de nocividad y de escándalo social. Vean los católicos implicados si les alcanza el canon 915, que excluye de la Comunión a los que persisten en «manifiesto pecado grave». ¿De veras pueden alegar alguna eximente que los libre de culpa en su decisiva cooperación al mal? ¿La hay? Si la hubiere, sería excepcionalísima y, en todo caso, transitoria. Y piensen que los representantes de la Iglesia no pueden degradar su ministerio elevando a comunicación in sacris la mera relación social o diplomática.
La regla general es clara. Los católicos que en cargo público, con leyes o actos de gobierno, promueven o facilitan —y, en todo caso, protegen jurídicamente— la comisión del crimen del aborto, no podrán escapar a la calificación moral de pecadores públicos. Como tales habrán de ser tratados —particularmente en el uso de los Sacramentos—, mientras no reparen según su potestad el gravísimo daño y escándalo producidos».
Menos aún hemos oído a los prelados que se han ocupado de la cuestión del aborto en relación con la ampliación de la actual ley, denunciar las raíces de la legalización del crimen en una Constitución gravemente cuestionable desde el punto de vista moral. El entonces obispo de Cuenca hacía unas afirmaciones que adquieren ahora mayor actualidad:
«El gran problema es que, si la Constitución, en su concreta aplicación jurídica, permite dar muerte a algunos, resulta evidente que, no sólo los gobernantes, sino la misma ley fundamental deja sin protección a los más débiles e inocentes. (Y a propósito: ¿tienen algo que decirnos los gobernantes, más o menos respaldados por clérigos, que en su día engañaron al pueblo, solicitando su voto con la seguridad de que la Constitución no permitía el aborto? Y digan lo que digan, ¿va a impedir eso la matanza que se ha legalizado?)».
Ahora solo cabe esperar que algunos obispos a título particular y con toda la autoridad magisterial que les compete, se desmarquen de la posición expresada por Martínez Camino y vuelvan a exponer y actualizar la doctrina católica en relación con las leyes injustas y con los responsables de su aprobación y aplicación. Esta reacción —la de cada uno de los obispos sin el paraguas de la Conferencia Episcopal— será un auténtico test que nos permita comprobar si realmente se está produciendo un cambio a mejor del episcopado español (como sostienen algunos con mejores deseos que capacidad de análisis) o nos encontramos ante la enésima re-edición de la autodemolición en su más ibérica versión taranconiana.
Teniendo en cuenta la gravedad del asunto tratado, a nadie debería extrañar una intervención de la Sede Apostólica, tan activa en la defensa de los derechos humanos. Sería muy deseable que Benedicto XVI hiciera pública su posición para evitar que alguno de esos especialistas en detectar malas intenciones le reprochen —como ya hicieron con Juan Pablo II y el episcopado español— la aceptación tácita de la Ley de 1985.
Esa tolerancia de hecho ante ésta y tantas otras realidades legislativas que van transformando la esencia de nuestra sociedad es, probablemente, la responsabilidad más grave de los jerarcas y de los católicos españoles que, salvo honrosas y minoritarias excepciones, han renunciado a cualquier consecuencia cultural y social de su fe. Solamente así se explica que, millones de ellos, se identifiquen con posiciones como las enunciadas desde el Partido Popular, fiel a la más estricta defensa de los supuestos planteados por los socialistas en la Ley del aborto de 1985… O acudan a manifestaciones promovidas por sedicentes pro-vida que evitan cualquier referencia clara en contra de la legislación abortiva vigente porque se oponen a la ampliación de la actual regulación pero aceptan esta última.
En el fondo, toda la casta política y los millones de españoles que la respaldan con sus votos, actúa al servicio del modelo político implantado en España a partir de 1978 y sostenido sobre cuatro pilares: la destrucción de la nación (autonomías), la destrucción de la familia (divorcio), la degradación cultural (leyes educativas) y la destrucción de la vida (aborto). El árbol se plantó entonces, ahora basta recoger sus frutos y lo único que admite una mínima disputa es quién habrá de llevarse la cosecha.
Si hay alternativa, únicamente será posible en la medida que tenga lugar la recuperación de la hegemonía cultural en la sociedad. Algo que implica la lucha por la Verdad ―que no se impone por sí misma― y la capacidad de generar instrumentos coercitivos que, al amparo de la ley, actúen como freno de las tendencias disgregadoras.