“De pronto se produjo un gran terremoto, pues el Ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella” (Mateo 28,2)
Esta es la imagen que, de largo, llamó mi atención, en esta vigilia pascual de 2020, que privilegiadamente pude disfrutar en el templo, sirviendo como lector instituido y acólito.
Varias son las reflexiones que me produce:
Potencia. El ángel pudo simplemente quedarse de pie o incluso, quedar suspendido en el aire mientras hablaba con las mujeres. Pero no. Se sentó sobre la piedra. Sobre esa roca que tapa el sepulcro y que es imposible de hacer rodar sino es por el concurso de varios hombres esforzados. Se sienta como demostrando el poder de Dios, que puede hacer lo que quiera cuando quiera… menos forzar nuestra libertad. Cualquier circunstancia penosa, imposible o limitante de nuestra vida es como un pequeño grano de arena en sus manos. Todo lo puede cambiar en un instante. Sin embargo, permite la cruz, el sufrimiento, la contradicción, la enfermedad y la muerte. Jesucristo no vino a acabar con los problemas sino a compartirlos con nosotros y a llenarlos de sentido, de esperanza y de vida eterna.
En cualquier caso, es una imagen de una potencia grande para aquél que ha experimentado alguna vez en su vida, cómo Dios ha quitado la pesada losa de sus pecados y ha podido respirar lejos de las cadenas de sus pasiones y debilidades.
“Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente” (Tito 2,11-12)
Serenidad. Paz ante el sufrimiento y la muerte. Esto parece reflejar la figura del ángel sentado sobre la roca. Una serenidad majestuosa y divina que no anula el dolor y el desconcierto humano pero que permanece en los más profundo del alma. Ver morir a alguien es impactante. El momento en que el cuerpo deja de respirar y queda yermo y “vacío”, no deja indiferente. Es la nada. Se para el tiempo. Más allá del equilibrio personal o la fortaleza mental de las personas, existe una serenidad ante la muerte que solo puede dar la fe. Es la Gracia del Resucitado que da la certeza de que el tiempo de nuestra peregrinación personal sobre esta tierra es mínimo comparado con la eternidad. Es la serenidad de aquel, no que cree en Dios, sino de aquel que vive a Dios.
“Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Romanos 8,18)
Esperanza. La roca que tapa el sepulcro parece el final, el final de la historia, el final del cuento.
Fin.
Pero el ángel remueve la roca, abre el sepulcro y se sienta sobre ella para seguir contando cosas. Es más, anuncia el principio de una nueva historia. La muerte no ha dicho la última palabra. La muerte se ha convertido en un tránsito, en una bisagra, en un marca páginas del gran libro de la vida. No es una idea piadosa o una imaginación fantasiosa. Es un acontecimiento. Es la gran verdad que subyace en las olas de la historia y que con siglos de racionalismo, de materialismo y de cientifismo, hemos aprendido a apagar y desprestigiar. Cómo mucho nos contentamos con creer en energías, espiritualismos y panteísmos. Cualquier cosa antes que admitir que Jesucristo está vivo y resucitado y que la iglesia tiene razón. Esta iglesia prudente y timorata que ha cerrado los templos en un civilizado arrebato de “sálvese quién pueda”. Pues sí, a pesar de la proverbial pobreza y debilidad humanas, el creyente vive su vida con la esperanza, no en una vacuna para el cobid-19, sino en que en la vida o en la muerte, somos de Dios.
“Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!” (I Corintios 15,19)
Justicia. El ángel se sienta sobre la piedra como un juez que dicta sentencia. El dictamen es absolutorio. Dios ha perdonado a la humanidad entera. Jesucristo es nuestro abogado, nuestro chivo expiatorio, nuestro cordero degollado. El ha pagado nuestras culpas. Nos ha redimido. Qué maravillosa noticia y qué poco se explica y se difunde. El pecado nos mata. Nos ensucia, nos animaliza y nos aplasta el alma. Pero no podemos librarnos de esta condena porque somos esclavos. Nos hemos acostumbrado y nos hemos abandonado a nuestra debilidad y todo nos parece banal y poco importante. Hasta que un día nos despertamos y al mirarnos al espejo nos preguntamos qué estamos haciendo con nuestra vida, esa vida que tanto protegemos hoy. Y no se trata de hacer cosas o tener buenos sentimientos.
Se trata de ser libre.
No de excusar nuestro comportamiento y nuestras ideas sino de ser sinceros y decirnos en nuestro interior, “he pecado contra el cielo y contra ti” y… volver. Volver a la casa del padre. Pedirle la Gracia para cambiar de vida y abandonar lo que nos mata. No estamos condenados. Hemos sido declarados inocentes pero despreciamos la Gracia a nuestro alcance.
“No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta. Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos - Jesús, el Hijo de Dios - mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Hebreos 4,13-16)
El ángel les dio a las mujeres la respuesta de lo que buscaban. No está aquí. No hay cadáver. La mirada de las mujeres es limitada, terrenal. No podéis encontrar lo que buscáis aquí. Id a Galilea. Mirad al cielo. Buscad y encontrareis.
Y es que quizás… hemos dejado de buscar o buscamos entre nuestras penas e impotencias.
“Pero al instante les habló Jesús diciendo: ¡Animo!, que soy yo; no temáis” (Mateo 14,27)