Mucho se ha hablado y se seguirá hablando, sin duda, de la actitud adoptada por la Iglesia ante la barbarie nazi y sobre todo en lo relativo al holocausto judío. Pues bien, se tramita por estos días la declaración de uno de los grandes personajes de la Iglesia, nada menos que el amado Papa Juan XXIII, como justo entre las naciones. Y dirá Vd. y con razón: ¿y qué es un “justo entre las naciones”?
 
            Justo entre las naciones es una titulación concedida a los gentiles, esto es, a los no judíos, que dieron o arriesgaron su vida durante los horrores del nazismo para salvar las vidas de los judíos condenados a perecer exterminados. No es un nombramiento realizado así como así, sino que de manera parecida a como ocurre en una canonización o beatificación cristiana, tiene sus trámites y su estricto procedimiento. La declaración solemne de justo entre las naciones la realiza como colofón de dicho proceso el Departamento de los Justos del Yad Vashem, el Museo del Holocausto de Jerusalén.
 
            Entre las personas reconocidas como justos entre las naciones, sólo a modo de ejemplo porque se trata de varios cientos, se hallan el cónsul portugués en Burdeos, Arístides De Sousa Mendes, quien desafiando las instrucciones recibidas de su Gobierno otorgó más de 30.000 visados a refugiados judíos; o el cónsul japonés en Kovno, Lituania, Sempo Sugihara, quien desobedeciendo como De Sousa las directivas de su gobierno, emitió visas de tránsito que salvaron a más de cuatro mil judíos polacos y lituanos los cuales viajaron a través de la Unión Soviética hasta Vladivostok para desde allí trasladarse a Japón. Y los más mediáticos Jan y Miep Gies, la pareja de holandeses que protegieron a Ana Frank y su familia hasta el día en que fueron descubiertos y custodiaron el diario de la niña, o el alemán Oskar Schindler, al que Steven Spielberg sacó del anonimato.
 
            No faltan en tan gloriosa lista nombres españoles como el del diplomático español Angel Sanz Briz, cónsul a la sazón en Budapest, donde alquiló todo un edificio que adscribió a la embajada para alojar a los judíos húngaros, declarado justo entre las naciones en 1965; José Ruiz Santaella, agregado en la Embajada española en Berlín, declarado en 1988; y Eduardo Propper de Callejón, cónsul como el portugués De Sousa en Burdeos, declarado en 2007.
 
            Y por supuesto, el también diplomático, éste de nacionalidad sueca, Raoul Wallember, a quien se atribuye la salvación de cien mil judíos, el cual da nombre al centro que, a modo de postulador de la causa, ha tramitado el proceso de justo entre las naciones del Papa Roncalli, Juan XXIII.
 
            En el informe entregado por la Fundación Raoul Wallemberg al Yad Vashem el 24 de noviembre de 2009 sobre la actuación del entonces Cardenal Angelo Roncalli, se vierten afirmaciones como las siguientes:
 
            “Su papado se destacó por su actitud de acercamiento entre la Iglesia católica y el judaísmo, cuya mayor expresión se vio plasmada en el Concilio Vaticano II [...] Menos conocido fue su papel precedente a su elección como Papa, durante el Holocausto, en la década de los años 40, mientras era delegado apostólico en Estambul [...] Una investigación conjunta de la Fundación Wallenberg y del Comité Roncalli, con la participación de destacados historiadores, revela la valiente actitud del delegado apostólico, quien aprovechó las prerrogativas diplomáticas de su cargo a fin de enviar certificados de bautismo y de inmigración a Palestina a los judíos de Hungría [...].
Su intervención se extendió a favor de los judíos de Eslovaquia y de Bulgaria y se multiplicó a favor de muchas más víctimas del nazismo”.
 
            Para concluir:
 
            “Todos los seres humanos de buena voluntad, sin distinción de credo ni raza, deben reconocer la gesta heroica de Angelo Roncalli y tienen la obligación moral de inculcar su legado a las jóvenes generaciones”.
 
            Un nuevo ejemplo del comportamiento de las personas que formaban parte de la Iglesia Católica en los duros tiempos en que uno de los grandes tiranos del siglo –y no, por cierto, el único- realizaba uno de los muchos experimentos de ingeniería social que el siglo ha contemplado, uno de esos experimentos en el que millones y millones de seres inocentes morían al solo efecto de hacer realidad los sueños de un iluminado llamado por no se sabe quién a salvar al género humano.