Un borriquito estaba en su establo cerca de una gran ciudad. De pronto unos extraños lo tomaron de la brida y, tras dar un paseo y ponerle algo de peso encima, le llevaron a la puerta principal de la ciudad. Cuando llegó allí no se podía creer lo que vio.
Había un montón de gente aclamándolo, poniendo mantos por donde pisaba, agitando ramos a su paso, cantando y gritando. El borriquito se ufanó y se llenó de orgullo. "¡Ah, ya era hora! ¡Por fin se reconoce mi valía y se me da la gloria que se me debe! ¡Me lo merezco".
Así paseaba el asno enorgullecido y ensoberbecido. Al poco comenzó a despreciar a aquella gente que le aclamaba con tanto entusiasmo. "¡Eso es - pensaba -, pueblo ignorante e inferior! ¡Así debes aclamar a quien es superior a ti, a quien debes permanecer sometido!".
El borriquillo se creía un dios. Pensaba que al llegar a su destino lo festejarían con un gran banquete y le ofrecerían un trono. Sin embargo, al llegar a un gran templo, le quitaron el peso de encima, y lo llevaron de vuelta a su establo. El asno no daba crédito.
Al llegar allí se encontró a su amo malhumorado.
- ¡Ah, aquí viene ese asno perezoso! ¡En buena hora me lo devolvéis! ¡Vamos, a girar el molino!
El amo trató de llevarle al molino, pero el asno se resistió. ¿A él, a quien acababan de aclamar, le iba a llevar de nuevo a trabajar?
Ante su tozudez el amo cogió la vara y le golpeó hasta que el asno no tuvo más remedio que tirar del molino. Al haber tenido el borriquillo menos tiempo, el amo lo hizo trabajar el triple. Molido y hambriento, al acabar el día, el asno volvió a su establo a malcomer y se tumbó.
De pronto entró en el establo un hombre de profundos ojos verdes, barba castaña y hermoso rostro. El asno había oído hablar de Él: se llamaba Jesús. Se acercó al asno, se inclinó a la altura de su cabeza y comenzó a acariciarle con dulzura.
Y le dijo:
- ¡Oh, sacerdote de mi santa Iglesia! No es a ti a quien aclaman cuando acuden a ti a pedirte favores, implorar tu bendición y agradecer tu labor, sino a mí, que vivo en ti. No te atribuyas lo que no te corresponde, no desprecies al pueblo, no te ensoberbezcas.
Nunca olvides que tu dignidad te viene de Aquél que llevas en ti, y permanece pobre y humilde como un simple asno, contento con la gracia de llevar en ti al Hijo de Dios. Y cuando te alaben, solo di: "Siervo inútil soy, he hecho lo que tenía que hacer".