El viernes pasado por la mañana voy a Ágreda. Al fondo, como siempre que voy desde Calahorra, se ve el Moncayo de modo singular. Está cubierto a los pies por nubes que no dejan ver su figura de modo completo. Me acerco, me meto entre las nubes, parece que va a llover pero no terminar de hacerlo. Me doy cuenta que es la presencia misma de Dios que está a punto de derramarse, pero que hay que esperar un poco.
Celebro la misa en el monasterio de las concepcionistas franciscanas. Poco después me pongo en camino hacia Madrid junto con la abadesa. No es normal que pase de Ágreda y no me quede allí y menos aún que viaje con alguna religiosa, pero el pasado viernes es una rara excepción, ya que al día siguiente son beatificadas 14 mártires concepcionistas franciscanas.
Llega la mañana de este esperado sábado, llega lo bueno, lo mejor, lo más intenso.
Escasos minutos antes de las 10:00 h entro en la catedral de la Almudena. No hay mucha gente aún, queda más de una hora para la celebración, pero quiero estar con tiempo para orar en el lugar y aprovechar para confesarme y participar lo más limpio posible de este gran acontecimiento. Poco a poco los bancos se van llenando. Estoy sentado al fondo de la nave central y mientras me encuentro en oración veo el ajetreo de los que llegan, la atención de los encargados de organizar a la gente, algún curioso turista que se asoma, los técnicos de los medios de comunicación que van a retransmitir la celebración para aquellos que no pueden estar presentes, los sacerdotes que esperamos que se abra la puerta de la sacristía para revestirnos,… este es el ambiente externo. Entro en la sacristía, me preparo y saludo a algún sacerdote conocido así como a numerosos franciscanos que abundan dando al lugar un tono marrón a juego con el hábito carmelitano que se confunde entre los hijos de San Francisco.
Son las 11 de la mañana del 22 de junio de 2019, un día para guardar en la memoria de esta Orden de la Inmaculada Concepción a la que tanto quiero. Comienza la procesión, la abren seminaristas que portan el incensario, la naveta, la cruz y los ciriales, y algunos otros detrás sin llevar nada, sigue el diácono que va en alto con el evangeliario, luego la larga hilera de sacerdotes que continúa con los obispos, cardenales y al final el prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, el cardenal Becciu, que preside la eucaristía. Llegamos al altar y comienza la misa. Es todo gracia. Desde arriba se contempla la escena: la catedral llena, fieles por todos lugares y en el centro un río de mantos azules sobre hábitos blancos de las concepcionistas franciscanas que han venido a dar gracias por el testimonio de sus hermanas mártires y participar en directo de la celebración su beatificación.
El cardenal Becciu lee el decreto de beatificación de las 14 mártires concepcionistas franciscanas. Acto seguido se canta el himno “Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat” que resuena en toda la catedral mientras se va destapando el cuadro con las nuevas beatas. Son momentos en los que, al igual que los presentes, me lleno de emoción, de alegría, de intenso agradecimiento a este Dios tan grande, que tanto nos quiere y que se enamora de modo especial de algunos hermanos nuestros para identificarlos con Él de modo vivo con el martirio. Tenemos que darnos cuenta que los mártires son testigos del amor de Dios de una manera plena. Mientras cantamos y contemplamos el cuadro pasan por mi mente y mi corazón muchos nombres en este momento tan intenso: familiares, amigos, jóvenes con llamada sacerdotal que les cuesta descubrirla, gente que pide oración o viene al Carmen de Calahorra a hablar, a confesarse y a poner su vida ante Dios mismo, y como no, también tantas hermanas concepcionistas franciscanas. Son rostros concretos, situaciones íntimas y vivencias especiales que pasan desde el altar de la catedral de la Almudena hacia el cielo.
Se sigue cantando el himno de victoria y de reinado de Cristo mientras llegan en procesión por la nave central hasta los pies de altar 14 concepcionistas franciscanas con palmas en sus manos en recuerdo de las 14 mártires. Cierra la procesión la reliquia acompañada de flores y velas también llevadas por monjas de la misma Orden. Todo queda a los pies del cuadro que representa una historia de amor total de estas concepcionistas franciscanas, una historia impresionante de paso de Dios en sus vidas hasta derramar su sangre. Este acto me recuerda a la misa de acción de gracias que se celebra en Toledo cuando son beatificados 16 carmelitas descalzos y también hay procesión con palmas de 16 frailes en recuerdo de los mártires. Entre esos 16 tengo la dicha de poder estar cuando empezaba mi vida religiosa siendo novicio. De eso hablaré otro día. Y la misa discurre ya con las lecturas que son las del día y vienen muy a propósito (la vida íntima de San Pablo con Dios y el servicio a un solo Señor y no a dos que no se puede), homilía en torno a la nuevas beatas, ofertorio, consagración, etc. y al final acción de gracias por parte del cardenal arzobispo de Madrid, D. Carlos Osoro, y de la coordinadora de las concepcionistas franciscanas, la Madre María del Carmen Mariñas. Todo lo que dicen, que no es poco ni falto de contenido entrañable, es sólo un atisbo de lo que hemos vivido en esta celebración. Cantamos a la Reina de los Mártires, la Virgen de la Almudena, al estar en su casa y seguido da comienzo la procesión de salida final.
Al poco rato comienzan los saludos, la contagiosa alegría del reencuentro y lo que es más, el primer encuentro de tantas hermanas venidas incluso desde Brasil, familiares de las nuevas beatas, amigos, etc. Todo son felicitaciones y regocijo así como mucha paz y calma que da paso a la despedida. Unos se quedan por Madrid, otros se van, algunos querrían estar más tiempo, pero una vez terminada la misa es hora de dejar la catedral de la Almudena.
Me pongo en camino al monasterio de la calle Blasco de Garay y en ese silencio orante que me gusta hacer cuando voy solo y aprovecho para tantas cosas, doy gracias a Dios, pido la intercesión de las nuevas beatas mártires y me pregunto, como muchas hermanas con las que he hablado hace unos minutos, qué monja concepcionista franciscana será la próxima en ser nombrada beata. La cuestión se dirige hacia tres de ellas: Madre Ágreda que conozco desde niño, Madre Ángeles Sorazu que llevo unos pocos años acercándome a su figura y escritos o Madre Patrocinio que vengo a celebrar cuando puedo al monasterio al que ahora voy los cultos que se tienen lugar cada primer sábado de mes en honor a la Virgen del Olvido Triunfo y Misericordias como ella misma hacía en el Madrid del s. XIX. A las tres las llevo muy dentro de mi corazón y ansío con alegría, esperanza y júbilo el momento en que podamos verlas en los altares. Espero que sea pronto ¿y por qué no ver a las tres juntas? Son tres grandes místicas sobre las que se fundamenta la espiritualidad de la Orden.
Hoy se ha abierto una puerta preciosa y muy importante, se trata de la beatificación de las mártires concepcionistas franciscanas. Y es que hay que subrayar con fuerza que salvo la Madre fundadora, Santa Beatriz de Silva, ninguna hermana hasta ahora había alcanzado la gloria de los santos. ¿Cuál será la siguiente? Es una pregunta, un deseo, una oración, una manera de mirar al futuro con alegría y esperanza.
Ahora tenemos que acogernos a la intercesión de las nuevas beatas: María del Carmen, María del Pilar de los Desamparados, María Guadalupe de la Ascensión, María del Santísimo Sacramento, María de la Asunción, María de San José, María del Pilar, María de Jesús, María Juana de San Miguel, María Beatriz de Santa Teresa, María Inés de San José y María del Carmen de la Purísima Concepción, rogad por nosotros.
Ellas han dado todo a su Esposo y no es casualidad que justo al día siguiente de ser beatificadas el mismo Dios salga por las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades en el día del Corpus Christi para encontrarse con nosotros. Las mártires vivieron unidas a ese mismo Cristo que sale a la calle en día tan señalado, lo adoraban y le entregaron su vida. Ahora tenemos nuevas compañeras en el camino, las mártires concepcionistas franciscanas. Nos esperan en el cielo, nos enseñan a amar a Cristo, a mirar a Cristo a dejarnos encontrar por Él, para que nos demos cuenta que lo único importante en esta vida es seguirle sólo a Él; ir más allá cada jornada de nuestra vida, como el otro día al pasar por Ágreda y ver el Moncayo cubierto de nubes en la parte inferior y pensar que llovía. Al final la lluvia llega al día siguiente de un modo más vivo y transformante; desde lo más alto, no a la altura que me pensaba, sino al abrirse las puertas del cielo en la beatificación de estas mártires. No es lo que yo quiero ni el momento que se piensa. Dios nos hace meternos en su presencia, en la historia personal de cada uno y nos lanza con poderío hacia lo que aún está por venir. No podemos quedarnos parados, hay que avanzar en la vida de seguimiento de Cristo hasta alcanzar la meta, como las beatas mártires concepcionistas franciscanas. Por eso hay que ir más allá del Moncayo.