Me invocará y lo escucharé; lo defenderé, lo glorificaré, lo saciaré de largos días (Sal 91 (90),15s).La antífona de entrada de la eucaristía nos sitúa ante la celebración y nos invita a estar todos unánimes en un mismo sentir y tono celebrativo.
Al comenzar la cuaresma, hay dos polos claramente marcados. Por un lado, el final del itinerario por este desierto: el misterio pascual. Por otro, el punto de partida: nuestra pequeñez. Ésta tiene los más variados matices y dimensiones, desde la limitación de una criatura hasta el pecado, de lo concreto e individual mío hasta las miserias de la Iglesia en nuestro hoy. Aunque por grande que sea la pequeñez nunca tiene una ausencia absoluta de Dios.
En la antífona de entrada de este primer domingo de cuaresma, Jesús nos llama desde su victoria pascual. Y esa vocación llega a nuestro aquí y ahora. Si solamente tuviéramos nuestra pequeñez, viviríamos o en la más absoluta desesperación o en un estado de narcosis profunda. Pero, en ella, suena su voz, su llamada, su convocatoria.
A la celebración acudimos quienes hemos sentido la voz del Salvador en nuestra pequeñez y miseria, en nuestra imposibilidad de autosalvarnos; respondemos a una con-vocación. Y nos congregamos, en torno al altar, movidos por la esperanza en la salvación eterna. Sí, ya la hemos experimentado en el bautismo, y por ello vivimos esperanzados, porque en él hemos recibido anticipadamente lo que esperamos.
Y, convocados desde la victoria pascual, nuestra asistencia a la celebración es respuesta a esa palabra. La misa es diálogo. Jesús, el Resucitado, nos ha llamado y prometido que escuchará nuestras palabras que son respuesta a su esperanzadora invitación. En la celebración, lo invocamos y Él nos escucha. Desde nuestra indefensión y animados por Él, lo llamamos y sale en nuestro auxilio. Desde la oscuridad, porque nos promete, clamamos y derrama en nosotros su gloria. Desde la muerte, lo llamamos y nos da vida eterna.