He dudado mucho antes de sentarme a escribir, una vez más, sobre este tema. La mujer, la mujer, la mujer. No me queda muy claro cuál es el mensaje, cuál es la lucha, cuál es el motor de todo este ruido. No entiendo, tampoco, que los defensores y promotores de la ideología de género, que niegan la realidad biológica de la feminidad y la masculinidad, sean los mismos que convocan y apoyan manifestaciones en las que el único reclamo es la feminidad como absoluto. No entiendo tampoco qué méritos especiales tiene ser mujer si lo que queremos es ser iguales que los hombres. Me alegro, supongo, por las mujeres que han triunfado profesional o políticamente en sociedades ¿patriarcales?. Éxitos visuales, con nombres y apellidos. Pero, por mi parte, no tengo ninguna reivindicación que hacer a este respecto.
El libro de sociales de mi hija mayor explica que la mujer, en la Antigua Roma, “estaba discriminada”. La mujer se ocupaba de las labores del hogar y de criar a los hijos, mientras que los cargos políticos estaban reservados solo para hombres.
Sinceramente, el hartazgo me sale por las orejas.
Que una mujer pueda ejercer un cargo político, o estudiar una carrera, o dar clases en la universidad, o hacer lo que se le antoje si tiene capacidad para ello, es algo que todos consideramos razonable. Pero, como dice Hadjadj: “la mujer en el hogar es un cliché, pero no lo es el hogar en la mujer”. Así que, en todo caso, el único discriminado aquí, es el hombre, que, aunque quisiera, no puede dar vida.
El hombre, es una obviedad, puede ser padre, pero no puede ser madre. Y la madre es la que acoge la vida, acompaña su creación y la introduce al mundo. Ese papel, esa misión, esa función de la mujer como madre es innata e irrenunciable y tiene muchísimo más valor y muchísima más influencia, en su pequeño ámbito familiar y en todo su contexto social, que la función de cualquier ministro, de cualquier presidente de compañía, de cualquier médico, de cualquier abogado, de cualquier pintor… sea él o ella. Me da lo mismo. Lo que una mujer, una madre, hace en su familia, en su hogar, ante, con, por y para su marido y sus hijos, tiene un valor infinitamente mayor que cualquier otra actividad que pueda realizar, aunque las otras sean también lícitas y legítimas.
La vida de la mujer no vale más ahora que puede ser directora de una sucursal de banco que en la Antigua Roma, cuando solo podía dedicarse a criar a los hijos. Vender acciones en bolsa no es más enriquecedor que cambiar pañales o ir todo el día con manchas en la camisa porque tu hijo te ha empotrado cariñosamente sus mocos contra el pecho. Ser secretarias de estado no nos hace más grandes o importantes que dedicarnos a atender los deberes y baños de nuestros hijos. Poner empastes no es más loable que preparar cenas o poner lavadoras con la ropa sucia de nuestros hijos ni nos realiza más como mujeres ni como personas. Escribir libros o pintar cuadros no tiene más valor que ordenar la casa y poner cada cosa en su sitio con cariño para crear un hogar acogedor y alegre.
Y no hablo solo del tiempo que, como madres, dedicamos directamente a nuestros hijos (y maridos); me refiero también al tiempo que dedicamos no a ellos sino para ellos, para que todo sea agradable, para que la vida familiar sea más que una vida en común, para que el hogar sea un lugar de reposo y crecimiento del alma. Un lugar de paz y de aprendizaje. Un lugar donde se enseña y se aprende el amor, la generosidad, el servicio, la paciencia, la humildad, la exigencia también, el apoyo incondicional, el aceptar a los demás como son y quererles mejores cada día. Virtudes denostadas, virtudes olvidadas. Liderazgo, realización, autonomía; ¿qué valor tienen en un corazón orgulloso y egoísta? Dicen más de ti, mujer, las horas que sirves en silencio. En un corazón entregado, también en el hombre, cualquier profesión se convierte en algo mucho más hermoso. En un corazón al servicio de los demás (insisto, no solo en la mujer), entrenado con perseverancia en el hogar, tiene mucho más poder cualquier otro servicio que podamos hacer a la sociedad. Y, en cualquier caso, seguirá siendo eso, no un mérito, no algo de lo que enorgullecerse, sino un servicio, un camino de santificación que sale hacia fuera, hacia los demás y no se mira nunca a sí mismo.
Esto se deduce del feminismo actual: “queremos ser como hombres”, “queremos todo lo que ellos tienen y nosotras no”. Recuerda a la serpiente ante Eva. ¿Nos han cambiado el "seréis como dioses" por el "seréis como hombres"? Yo no quiero hombre. Soy mujer. No quiero ser feminista, quiero ser femenina. Quiero cuidar mi casa, mi hogar, mi familia, sin que nadie me diga cómo hacerlo o con quién me tengo que pelear, quiero valorar el trabajo de mi marido como él valora el mío de cada día, quiero quedarme en casa con mis hijos y no ir a trabajar a ninguna parte sin que por ello venga una señora impertinente a preguntarme si tengo estudios, quiero poner lavadoras día tras día sin tener que explicarle a nadie si hago algo más con mi tiempo a parte de esas “labores” que todos toman por insulsas.
Quiero disfrutar de mi maternidad desde dentro sin tener que pedir perdón por distinguir mis funciones de las de mi marido. Quiero admirar sus virtudes, diferentes de las mías: su entereza de sacar a la familia adelante, sus sufrimientos cuando las cosas no salen como esperábamos, su capacidad para ver mi cansancio y superar el suyo, su ilusión cuando se pone a cocinar, porque solo lo hace los fines de semana.
Y, la verdad, me da igual si se valora o no; pero, desde luego, me niego a aceptar que solo seremos mujeres auténticas, dignas y suficientemente reconocidas cuando rompamos no sé qué techos de cristal o arreglemos no sé cuáles brechas salariales. No necesitamos nada de eso. Ya tenemos nuestra grandeza, en esa discriminación aparente de la que tanto hablan las adalides del feminismo posmoderno. Mi maternidad no es discriminatoria: es grandiosa, fuerte, poderosa; es la mayor de mis capacidades y también la más hermosa; capaz, si quiero, de hacer del mundo un lugar mejor por encima de cualquier alto cargo empresarial que pueda ostentar.
Y, para eso, tomemos como ejemplo a María, Madre de Dios, que no fue apóstol, ni profeta, ni política, ni miembro del Sanedrín, ni tan siquiera carpintera; María, que bordando colchas, cocinando y cuidando a su bebé, al Niño Dios, es la más perfecta de las criaturas, la más grande entre todas las mujeres, la más admirable de las madres y la única a quién el mismo Dios eligió como Corredentora de todos los hombres.
¿No serán los hombres, desde esta perspectiva, quiénes sufren discriminación?