Tras la publicación del artículo anterior, algunos me preguntan por el significado del título. Memento mori,  es la frase que le susurraban al oído del general que volvía victorioso a Roma, durante el desfile que realizaba luciendo una corona de laurel y una toga dorada. A la vez que recibía los honores del pueblo, un siervo, tras él, le recordaba la fugacidad de los éxitos con dicha frase. Aunque literalmente significa: «Recuerda que has de morir», también le recordaba cómo debía vivir.

Tanto en el éxito más brillante como en el peligro más amenazante, ser conscientes de nuestra situación, pensar en la muerte y en la fugacidad de la vida, no es amargarse, sino al revés: una lección para vivir con paz, lucidez y alegría.

Tras décadas de desarrollo progresivo de bienestar y de paz social, la naturaleza nos reduce a humildad ya sea por una pandemia, un terremoto o una Dana, como acabamos de ver.  Más allá de la saturación informativa, de la crispación política o de las imágenes desoladoras que hemos contemplado, dentro de poco nos habremos olvidado de todo.

Sin embargo, no se nos debería olvidar la cuestión más importante: en qué consiste la vida, su fragilidad y cómo debemos vivirla. Seamos creyentes, agnósticos o ateos, lo que caracteriza una existencia digna es tener el coraje de plantearse esas preguntas y de ser coherente con las respuestas.

Tener conciencia de la muerte supone plantearse inmediatamente qué significa para cada uno vivir, qué proyecto de vida tenemos, cómo nos gustaría que nos recordasen, qué haríamos si tuviésemos una segunda oportunidad o si supiéramos que los días que nos quedan son escasos. Reflexionar sobre la muerte nos llevaría a distinguir lo importante de lo superfluo, lo real de lo aparente, lo que nos debe ocupar y no preocupar etc., en definitiva, apreciar y gozar de la vida.

La primera lección es  la admiración y agradecimiento por la vida, frágil, a veces dolorosa, pero también maravillosa. Podemos destruirla, pero no crearla. Admiración, contemplación, respeto… es lo que brota cuando se toma conciencia del milagro que es la vida.

Pero mayor milagro aún es la propia existencia para la cual se han conjuntado millones de casualidades que han dado ocasión a que nazcamos y seamos como somos en este momento y lugar. Agradecimiento a nuestros padres y a la cadena de antepasados de los cuales tanto hemos recibido y con los que estamos en deuda. Alegría, agradecimiento, gratitud por despertar cada día, incluso por estar enfermos, pero vivos. Porque la vida, en definitiva, no se escoge, pero sí se acoge.

Tal vez no sepamos apreciar el valor de la vida porque vamos demasiado deprisa y, por eso, no sabemos paladearla, ni disfrutar de los pequeños detalles, de las personas que tenemos a nuestro alrededor, con sus defectos, pero únicas e irrepetibles y a las que, probablemente, tengamos mucho que agradecer:

La segunda lección es mirar hacia dentro y examinarnos. Un deportista de élite me decía que debía ver el partido de futbol en el que había participado el día anterior, y que había sido retransmitido por televisión. Ante mi comentario sobre lo tedioso de la tarea, me respondió lo siguiente: «Es mi obligación profesional para corregir errores y evitarlos en el futuro». Ojalá pudiéramos ver cada día el video de nuestra vida para ser conscientes de la cantidad de cosas que debemos corregir. Es la misma reflexión que hace 2.500 años expuso Sócrates: «Una vida que no es examinada, no merece la pena vivirla».

Al final de nuestra existencia, de nuevo, seremos examinados. En primer lugar, por nosotros mismos, salvo que hayamos perdido la conciencia del bien y del mal, ya que «el mal solo se conoce cuando se evita y el bien cuando se practica». Debe ser terrible estar próximo a la muerte y tener conciencia de haber vivido de modo equivocado y reprobable esta vida.

Seremos juzgados de una u otra forma también por los demás. Es importante que seamos capaces de dejar una huella positiva, un legado moral por el que nos recuerden. Debemos empeñarnos en dejar este mundo, el cercano que nos rodea, mejor del que habíamos heredado.

Hemos de considerar que, en esta vida, nadie es perfecto ni ha dejado de tener heridas recibidas de otros o de la vida misma. Por eso, la tercera lección es la del perdón. Dicen que los moribundos necesitan morir en paz, y para ello nada como sentirse perdonados y perdonar. Aceptar nuestra limitación y debilidad, saber pedir perdón y perdonar es una lección de vida que cada día debemos reaprender.

Perdonar es comprender y aceptar las limitaciones, los defectos e incluso las maldades de otros. «Nadie queda sano, aún después de haber recibido las mayores atrocidades, si no tiene la capacidad de perdonar», me contaba un preso que ha estado aislado durante años en una cárcel venezolana. Pedir perdón es aceptar nuestras limitaciones y el daño que, consciente o inconscientemente, podamos haber provocado a los demás. Perdonar nos eleva a unas alturas de comprensión, dignidad y grandeza moral propias de héroes y santos.

Por último, a los que tenemos fe la respuesta a estos interrogantes sobre la vida y la muerte no nos exime de ningún esfuerzo, no nos evita ningún dolor ni angustia, pero la fe es un don que Dios da y que supone luz y consuelo. El cristiano aprende a vivir sabiendo que «a la tarde [de la vida] te examinarán en el amor», al decir de san Juan de la Cruz; pero por Aquel que nos creó, nos ama y nos protege «como a las niñas de sus ojos». Salmo 17-8.

JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD