“Tú lo dices: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 36-38).
La solemnidad de Cristo Rey, con la que termina el año litúrgico, nos invita a poner a Cristo en el primer lugar de nuestros intereses, de nuestro corazón. Y, en este año, la Iglesia nos propone el Evangelio en el que el Señor acepta el título de Rey, pero lo hace con una connotación especial: Él es el Rey de la verdad y sólo el que está en la verdad puede entenderle, escucharle, seguirle.
El problema es que la verdad suele aparecer fraccionada: cada uno tiene su verdad y cada uno cree que su verdad es la auténtica e incluso la única. ¿Cómo hacer para no caer en un subjetivismo que nos haga estar engañados, viviendo en la mentira, mientras creemos estar con la verdad y con Cristo?. Sólo hay un camino seguro: escuchar y seguir al Cristo vivo, a la Iglesia.
Así, pues, si la semana pasada meditábamos sobre la vida que trae la palabra de Dios, en comparación con algunas palabras “humanas”, hoy debemos fijarnos en que esa palabra divina es también la que nos da la plenitud de la verdad y que gracias a eso se convierte en el camino más recto para llegar a la vida. Ahora bien, si en algún momento nuestros criterios éticos no coinciden con lo que Cristo nos enseña y la Iglesia nos recuerda, no pensemos que Cristo estaba equivocado porque vivió hace dos mil años, sino que los que estamos equivocados somos nosotros. Si queremos “estar en la verdad” debemos escuchar la voz del Maestro y someternos a ella, en lugar de pretender que sea el Señor el que se someta a nosotros, a nuestros intereses, a las modas o a los dictados de los poderosos de este mundo que buscan manipular las conciencias para su propio beneficio.