Al menos una vez al año voy a Zaragoza, donde la visita a la basílica del Pilar no puede faltar. Antes de ayer fue uno de esos días y el motivo era muy entrañable: compartir con una familia y mis padres el paso de Daniel, un niño de algo más de un año, por el manto de la Virgen del Pilar. Abuelos, padres, tío y amigos de Daniel pasamos el día juntos hasta que por la tarde vamos todos a la capilla y esperamos que le llegue el turno para acercarse a la Pilarica.
Antes, por la mañana mientras llegaban, aprovecho para orar ante la imagen de la Virgen en compañía de su Hijo presente en el sagrario. Brotan, como siempre que vengo al Pilar, muchos nombres concretos, situaciones, problemas, y también alegrías por las que darle muchas gracias a la Madre y al Hijo. Es oración silenciosa donde presento a tantos y a la vez a los allí presentes. Nunca falta nadie en oración en esta capilla y qué bueno es unirnos a esas oraciones que desconocemos pero que no por ello dejan de sernos ajenas; todas van unidas hacia Nuestra Madre. Orar en silencio, orar por alguien en concreto, orar junto al que tienes al lado en el banco.
Y de la oración nace la invitación a estar bien dispuesto con el Hijo de tal Madre. No vale con rezar, la confesión te libera y hace que vuelvas a la capilla junto a la Virgen a seguir orando ahora de otra manera mucho más viva y renovada una vez recibido el perdón de Dios. Él nos perdona todo, nos da a su Madre y ¿nosotros qué hacemos? Es un regalo inmenso el que nos da Nuestra Madre del Pilar cada vez que vamos a su casa y nos acercamos no sólo a Ella, sino también al mismo Dios presente en la eucaristía y en el sacramento de la reconciliación.
Todo es gracia, regalo, vida nueva cuando vamos a los pies de la Virgen y nos mostramos tal cual somos sin ninguna vergüenza. Ella nos conoce bien; no podemos esconderle nada. Y la alegría que le da ver a sus hijos que, unidos en familia, vienen a presentarle al último miembro que ha llegado al hogar. Un niño pequeño es motivo de alegría, de unión y de puesta en camino para decirle a la Virgen: Madre mía del Pilar, aquí te presento a mi hijo, a mi nieto, a mi sobrino, a mi…
¿Y que nos queda? Pues ver a Daniel que es llevado junto a la Virgen del Pilar por un “infantico”. Toca el manto, ayer era blanco, y al bajar, de cara a la gente, empieza a sonreír, a balbucear, a saludar, a invitar a todos los presentes a dirigir la mirada a la Madre y a elevar una oración por este niño y todos los presentes. ¿Y que es sonreír sino estar alegre porque está con los que más le quieren y con sus dos madres, la de la tierra, y la del cielo? Y no sólo está alegre sino que quiere hablar, quiere expresar algo; cuando pueda seguro que le rezará un avemaría. Hace gestos de acercamiento, mueve los brazos; parece que dice: “eh, que aquí estoy con la Virgen, pero también está Jesús y ahí detrás hay sacerdotes confesando”.
Entonces veo esa cara, esa inocencia, esa pureza, esa sencillez y humildad, esa alegría desbordante y contagiosa, esa mirada limpia de un niño que está muy lejos del pecado de los mayores. Él en estos momentos ama y se deja amar. Se fía de todos, recibe amor, da amor, alegra la vida, no tiene envidia ni orgullo, se deja ayudar y tomar de la mano en los primeros pasos que comienza a dar. Es el rostro de lo que tiene que ser todo aquel que un día cualquiera se acerca a la basílica del Pilar y ora ante la Virgen, se confiesa y se pone en camino hacia la santidad de vida. Igual que Daniel; terminado este momento llega la hora de vuelta a casa, al día a día, pero sin olvidar lo vivido en Zaragoza. Un día muy especial para todos los que hemos dejado que Dios entre en nuestro ser a los pies de la Virgen del Pilar.
Al llegar a Calahorra, mientras recorro el camino que lleva hacia el Santuario del Carmen, escucho un sonido que me vuelve a unir a Dios: los tambores de la Cofradía de la Santa Vera Cruz que empiezan a ensayar para la Semana Santa. No olvidemos que antes de ayer fue viernes, que queda poco para empezar la Cuaresma y que tenemos que prepararnos a los días más intensos e importantes de la vida del cristiano. ¿Qué mejor manera que con la oración, la confesión y el camino de conversión a una vida nueva? Y lo que es más, que todo esto que narro ahora nace de un momento que si no entramos en su verdadero sentido, puede parecer que no tiene mucha importancia para nuestra vida espiritual, pero que en realidad y de hecho ha sido la clave de un día que siempre quedará en el recuerdo: la mirada de Daniel.