Señor, Tú me das las palabras y yo las ordeno como buenamente puedo. No siempre el resultado es el más brillante, ya lo sabes. Me trastabillo en la sintaxis infinita de Tu Amor, no atino con el lenguaje adecuado. Y me pierdo en el acicalamiento de una prosa efectista o jactanciosa. ¡Quisiera expresar tantas cosas! Sobre todo las más sencillas. Como el significado de la brisa sobre las olas, o el vuelo místico de las aves, o la etimología exacta de un beso, o la mirada detonante de mis hijos. También quisiera que cada línea me acercara un poco más a Ti, sin excusas. Para decir Tu voluntad, para ir adecuando mi alma a la bendita enciclopedia de la gracia. Todo ello con la naturalidad del prodigio.
Los errores me atenazan, los persistentes pecados emborronan la página de ofuscación blasfema. Me empeño en hablar de mí y de lo mío, dando vueltas y revueltas al carnaval de la propia vanidad, a un enredo fetichista que a nada lleva. Me olvido de pensar que Tú estás precisamente ahí, entre todo ese montón de palabras, que hilvanas en su sentido más completo. Hasta transformar una simple frase en oración. Nada menos. Sí, tengo muchas cosas de que hablar, pero pocas de que hablarte. Haz que esto cambie. Porque Tú eres el Verbo encarnado, la divina gramática que inspira en el hombre la pedagogía de la fe y la necesidad de la poesía.
Señor, tengo muchas cosas en la cabeza. Tal vez demasiadas. Y esto es lo que más me preocupa. ¿Cuántas de ellas son realmente importantes en mi vida? No paro de escribir. Normalmente para ganar un poco de dinero, pero también por amor al arte. ¿Y por amor a Ti? Quisiera que mi caligrafía fuera al compás de tu andadura, escribiendo aquello que sea más oportuno para las almas -pocas o muchas- que me lean. Sé que alguna vez tendré que afrontar las decisivas preguntas: ¿para qué escribo?, ¿para quién escribo? Con frecuencia Te pierdo de vista. Con frecuencia quiero perderte de vista. Porque -no Te engaño- resulta difícil aguantar el compromiso de Tu mirada en cada punto y aparte. Ese punto en el que sé que estás, en el que me esperas, recordándome que quieres que mi escritura sea servicio, encarnadura de Tu amor imprevisible.
Los errores me atenazan, los persistentes pecados emborronan la página de ofuscación blasfema. Me empeño en hablar de mí y de lo mío, dando vueltas y revueltas al carnaval de la propia vanidad, a un enredo fetichista que a nada lleva. Me olvido de pensar que Tú estás precisamente ahí, entre todo ese montón de palabras, que hilvanas en su sentido más completo. Hasta transformar una simple frase en oración. Nada menos. Sí, tengo muchas cosas de que hablar, pero pocas de que hablarte. Haz que esto cambie. Porque Tú eres el Verbo encarnado, la divina gramática que inspira en el hombre la pedagogía de la fe y la necesidad de la poesía.
Señor, tengo muchas cosas en la cabeza. Tal vez demasiadas. Y esto es lo que más me preocupa. ¿Cuántas de ellas son realmente importantes en mi vida? No paro de escribir. Normalmente para ganar un poco de dinero, pero también por amor al arte. ¿Y por amor a Ti? Quisiera que mi caligrafía fuera al compás de tu andadura, escribiendo aquello que sea más oportuno para las almas -pocas o muchas- que me lean. Sé que alguna vez tendré que afrontar las decisivas preguntas: ¿para qué escribo?, ¿para quién escribo? Con frecuencia Te pierdo de vista. Con frecuencia quiero perderte de vista. Porque -no Te engaño- resulta difícil aguantar el compromiso de Tu mirada en cada punto y aparte. Ese punto en el que sé que estás, en el que me esperas, recordándome que quieres que mi escritura sea servicio, encarnadura de Tu amor imprevisible.