Fue durante la homilía de la Santa Misa.
 
Se acercó corriendo al altar, hizo una profunda reverencia, se arrodilló, se puso en pie, inclinó la cabeza, se acomodó en los escalones y no dejó de moverse hasta el final de la Celebración.

Estaba allí, un chico a todas luces carente de ellas, sonriendo al sacerdote y, volviendo la cabeza, también a nosotros, los feligreses.

Estaba allí, distraído con sus cosas, sus señas y aspavientos, sus movimientos convulsos y su quietud repentina.

Estaba allí y era un reflejo, una transparencia de nuestras propias distracciones: a él se le notaban y nosotros las disimulamos poniendo caras piadosas y poses serias y estáticas, como estatuas blancas: silenciosos sepulcros blanqueados. Parece ser que es peor señalar al Crucificado y babear, o saludar al cura y sonreír, que distraerse pensando en el imbécil de fulano que no paga lo que me debe, o mirarle el trasero a la señorita del banco de enfrente.

Todas las locuras y todos los gestos y todas las sonrisas y toda la seriedad y el asombro de aquel chico eran de una sinceridad que avergonzaba. Se giró deprisa hacia los del primer banco y nos dio la paz, muy serio. A todos y a los de más allá.

Volvió corriendo a sus escalones, cerca de Jesús en el altar. 

Se arrodilló, casi postrado en tierra y recibió el Santísimo Sacramento. 
Sonrió y al poco imitó a quienes nos tapamos la cara con las manos para hacer una oscuridad que nos ayude a la relación íntima con el Amigo. Pero después se levantó y se fue saltando. 

Y volvió y se arrodilló. Y se apartó con timidez cuando el cura, después de bendecirnos, bajó aquellos escalones.

Sentado por un momento, se santiguó, mal y deprisa y despacio y a trompicones y tres veces. Y desapareció.

Jesús se fue con él. 

Jesús había estado saltando con él, de alegría: "De los que son como niños es el Reino de los Cielos".

Jesús jamás había conocido en aquel templo, una piedad más grande y más sincera.

Y ahora, descubierta por aquel chico nuestra cínica hipocresía, me explicaré.

El chico no era un discapacitado, esa especie de insulto lamentable, lleno de prepotencia y pedantería, que han inventado los políticamente correctos. ¡No se puede ofender así a un ser humano, hipócritas!

El chico tenía mayor capacidad de asombro, de admiración, de alegría que todos nosotros juntos.

El chico tenía una capacidad para rezar sin complicarse, directamente, que ya quisieran para sí todos los místicos del mundo.

El chico rebosaba generosidad y respeto. ¡Respeto! Tumbado, como un sacerdote recién ordenado, a los pies de Cristo.

El chico derramaba amistad, y una extraña sensibilidad que hería de ternura los corazones de las estatuas blanqueadas que asistíamos a la Misa.

Es una injuria, una ruindad, una miserable mentira llamar a este chico "discapacitado". 
Es de una siniestra condescendencia, progresistas de salón.

-Oiga, usted le llama "subnormal". ¿De qué va?

Claro, porque el chico es clínicamente retrasado, cretino u oliogofrénico. ¿Y?

Hay diabéticos, hipertensos, celíacos, artríticos... ¿Les hace eso menos humanos, señor condescendiente?

El chico es sub normal porque lo normal en este mundo es ser orgulloso, deshonesto, creído, chulo, presumido, vanidoso o soberbio -tanto monta-, charlatán, sabiondo y/o mentiroso. 

Lo normal es creerse supra normal, y pensar que está uno muy por encima del vecino o vecina.

Lo anormal es estar por debajo: donde realmente estamos y no queremos verlo. La humildad es la verdad. San Pablo nos aconseja que consideremos a los demás superiores y que sirvamos a todos con paz, alegría y de buena gana. O sea, que nos pongamos "sub", bajo, el prójimo. 

Ya me gustaría ser tan subnormal, tan humilde, como el chico de Misa.

Y también me gustaría que dejásemos de insultar a estos muchachos aludiendo una vez y otra a su discapacidad. 

Es como cuando a un servidor le recordaban las almas caritativas que tartamudeaba.

-¡Mira, es tartamudo!

Un respeto, supranormales, un respeto, por favor. 

Porque actualmente no se pueden hacer chistes de gitanos, pero los negros descuartizan a los blancos en Sudáfrica y los moros violan rubias a mansalva, con el aplauso o el silencio de los equidistantes y de los condescendientes. 

Déjenme en paz, delincuentes.

(El ripio, va de bonus. Paz y Bien)