Fin de semana de retiro espiritual con algunos feligreses en el monasterio castellano de Santa María de Huerta, de los monjes cistercienses, no de los de la común observancia -que hay pocos en España- sino de los de la estricta, los del Abad de Rancé. Este reformador fue él mismo un hombre de grandísimas austeridades y se las inculcó tanto a sus hijos espirituales que le recordaron con poco cariño. Por supuesto no pensaron en llevarlo a los altares, y así se quedó, fundador pero sin ser santo.

 

Entrar en un monasterio como Huerta supone sumergirte en un mundo completamente diferente al que estamos acostumbrados. No hace falta ser muy romántico para dejarte envolver por el clima singular que allí se respira. Hace tiempo me contaba el Abad, compañero de estudios en Roma, que él nunca pensó en ser monje, sino que siempre había querido ser médico, pero en cierta ocasión en un viaje de estudios, con otros bachilleres, visitaron este monasterio y viendo a un monje rezar por los claustros, no sabe cómo, pensó que Dios le quería allí, y allí se quedó.

 

También hace tiempo me explicaba el Abad, que durante muchos años cada día se levantaba de la cama pensando “hoy me vuelvo a mi casa”, pero cada día durante todos esos años se quedó y no se volvió, y hasta el día de hoy. No me extraña el “motus” primero de quererse ir, pues hace un frío que traspasa, y tampoco me extraña que se haya quedado, considerando la talla espiritual de este buen Abad. Ejemplo hermoso de perseverancia.

 

Monjes de diferentes edades, en general jóvenes, envueltos en cogullas blancas que hablan de limpieza de corazón y de sencillez. Son esas cogullas cistercienses que tanto impresionaron al Hermano Rafael cuando conoció por primera vez de Dueñas y que describió con tanta poesía. Hay un ambiente distendido en la comunidad, por lo que se puede ver en la capilla, no hay caras largas, y a un monje mayor que hay entre ellos se ve que le cuidan con cariño. No da la sensación de cantar la liturgia con poco ánimo, sino todo lo contrario, y no siendo muchos el coro suena bien, ayudado por la sonoridad de la capilla, cuya bóveda ayuda, creo yo.

 

Dios mío, Dios mío, ¿Porqué me has abandonado?”  Cantan con el salmo en las vísperas del viernes según el Ordo monástico de ellos, y uno se imagina de verdad que en más de una ocasión estos hombretones deben sentirse abandonados cuando les vengan tentaciones de salir, viajar, conocer mundo y se encuentren encerrados entre los muros del monasterio. Volviendo al Hermano Rafael, él cuenta cómo un “diablillo” se las hacía pasar canutas de vez en cuando recordando su vida en el mundo.

 

Si el Señor no construye la casa…” Siguen cantando los monjes entonando otro salmo. Todos nos damos cuenta que sin el Señor no podemos nada, pero en la vida monástica ellos lo palpan todavía con más realismo. Es una vida sin compensaciones humanas, no hay feligreses que te digan que predicas bien, ni enfermos que te den las gracias por visitarles, ni niños que te sonrían por lo que les has contado, ni matrimonios que te inviten a visitar sus casas, lo único que aquí puede gratificar es lo espiritual, y ¿Qué pasará cuando el Señor se esconde, cuando llega la noche oscura, no la luna y las estrellas, sino la noche del espíritu cuando el alma sufre lo indecible?

 

Membrillos, mermeladas, huerta, campos de cultivo, comida vegetariana… Todo parece vida sana, pero los monjes no están allí buscando vida sana, sino buscando a Dios. Todo lo demás es secundario y en seguida te lo dicen cuando hablas con ellos: Lo que importa es Dios, y realmente uno no puede dejar de creérselo cuando son ellos los que te lo dicen.

 

Llega la noche y con ella la hora de las completas, la  melodía de los salmos reposados y cantados en penumbra parece querer salirse por las ventanas de la capilla y llegar al mundo entero, especialmente a los que sufren y viven en una noche continua, sin ver la luz. “El te librará de la red del cazador, de la peste funesta, te cubrirá con sus plumas”, cantan como queriendo anunciárselo al mundo entero, que necesita que alguien les diga que Dios nos ama.

 

De los que pasan la noche en el hospital o lejanos de sus casas” invoca uno de los monjes y todos cantan “Señor ten piedad”, para que el buen Dios se apiade de tantos para los que la noche no es hogar ni calor, sino frío y, a veces, dolor. La oración de intercesión, de la que muchas veces nos olvidamos cuando oramos, es la especialidad de estos monjes. No han venido al claustro por ellos, sino por la humanidad entera; y, de rebote, se hacen santos ellos también.

 

Y por fin, el secreto de estos  monjes, de todos los monjes y en el fondo de los cristianos del mundo entero: “O clemens, O pia, O dulcis Virgo Maria!”. cisterciense resuena por todos los rincones del monasterio como un deseo profundo de cada uno de los monjes: Que después de haber llevado una vida dura y de pocos consuelos, algún día puedan ver cara a cara al “Dios de todo consuelo” (que decía san Pablo), al que cada día han cantado de día y de noche. Saben que se lo concederá.

ALBERTO ROYO MEJÍA

(con gran afecto a los monjes de Huerta)