El anticlericalismo le viene al PSOE de lejos. No creo que la mayoría de los socialistas acepten hoy las siguientes palabras de uno de sus prohombres, pronunciadas en el VI Congreso del Partido: "Queremos la muerte de la Iglesia, cooperadora de la explotación de la burguesía... No combate a los frailes para ensalzar a los curas. Nada de medias tintas. Queremos que desaparezcan los unos y los otros".
Palabras muy fuertes y muy duras, aunque pronunciadas en otro contexto histórico. También en ese mismo contexto se condenó muy duramente al socialismo por parte de muchos dirigentes de la Iglesia. Hoy todavía existen algunos nostálgicos tanto en la Iglesia como en el socialismo para quienes nada parece haber cambiado.
Es lógico que hay que romper con actitudes que ayer podían ser muy explicables; pero después de tantos años, no podemos perder el tren de la Historia.
No estaría de más que los políticos y la Iglesia nos replanteásemos nuestras relaciones por el bien de toda la sociedad. Porque lo que indudablemente ha faltado ha sido un diálogo abierto y sincero de un lado y de otro...
Mi punto de vista es el siguiente: En los acuerdos a que debiéramos llegar, nadie espere que la Iglesia apueda ceder en doctrina o en moral. Ella debe custodiarlas y conservarlas tal como las ha recibido; no es propietaria y no las puede cambiar, pero puede y debe cambiar en muchas otras cosas; y ciertamente ha cambiado en actitudes y comportamientos de antaño que hoy se verían fuera de lugar; el mundo de hoy no es el mismo que el de ayer.
Hoy nos relacionamos sin odios el PSOE y el clero aunque no coincidamos en muchas cuestiones fundamentales.
La Iglesia no pretende imponer nada a nadie. Habla a sus fieles y no creo que esto le pueda parecer mal a nadie. Como tampoco le puede parecer mal a la Iglesia que el PSOE hable de sus estatutos. Naturalmente que la Iglesia acepta la libertad de todos, pero también quiere que se respete la suya; lo que no acepta es que se le diga desde fuera cómo debe usar de su libertad, y exige que no se le pueda imponer silencio cuando el gobierno de turno promulgue leyes que van contra la dignidad de la persona y contra el bien común. Y más, cuando no se trata de cuestiones políticas sino morales, como es el caso de leyes votadas por nuestro parlamento en contra de la dignidad del matrimonio y, sobre todo, contra la vida en la última ley aprobada, convirtiendo el aborto en un derecho.
Una cosa es que la Iglesia hable y otra, que los gobiernos le hagan caso y otra, que no le hagan caso incluso algunos católicos.
Es cierto que el clero ni puede ni debe dirigir la política; pero sí debe intentar presentar a los cristianos sus deberes en el campo de la política y urgirles su cumplimiento, porque siempre deben ser coherentes con su fe. Lo cual les supone defender y propugnar los principios cristianos a la hora de legislar, de votar y de actuar en el campo político. Y esto, siempre.
Cualquier partido debe respetar que los católicos que militan en él puedan, por motivos de conciencia, no aceptar las decisiones del partido cuando van contra el bien común o contra la dignidad de la persona; si un partido no respeta el derecho de oponerse por motivos de conciencia, significa que no admite cristianos en él.
La Iglesia predica a los legisladores católicos dos puntos fundamentales: que busquen el bien común y que respeten la dignidad de la persona humana. Son dos principios de obligado cumplimiento para los políticos católicos si quieren permanecer en comunión con la Iglesia. Por lo que no debe extrañar a nadie que la Iglesia niegue la comunión sacramental a quienes se han apartado de la comunión eclesial. No es que la Iglesia los aparte; se apartan ellos. Y si son coherentes no deb en pedir la comunión.
En el fondo de estas cuestiones está la soberanía absoluta de Dios. Si se admite que el hombre es dueño absoluto de sí mismo, sin una ley superior a la que deba atenerse, si no hay frenos o estímulos superiores al hombre, se puede llegar a leyes que conduzcan a la sociedad a la degradación de sí misma, sobre todo, cuando no se protege la vida y no se actúa en función del bien común. Y, a mi modo de ver, nadie debe molestarse por ello. Es la lógica de la Iglesia y de cualquier sociedad.