Amén (Ap 5,14; 19,4; 22,21).
Una única palabra y multitud de voces en un precioso coro. En distintas tesituras, de distintas maneras, una y otra vez se repite.

¿Y qué quiere decir amén? ¿Qué significará al final de este magnífico oratorio? Etimológicamente viene de una raíz hebrea que habla de firmeza y seguridad, hace referencia a la cualidad de lo sólido e inconmovible, por tanto, de aquello en que se puede fiar. Decir amén es adherirse a lo que previamente ha dicho otro. Por ello, no siempre es correcto traducirlo por “así sea”, pues no solamente ratificamos con nuestro amén el deseo o la petición de otro, sino también, a veces, una afirmación.

El amén tras un acto de fe, por ejemplo, es un “así es” o sencillamente sí, pues con él manifestamos certeza, decimos que verdaderamente es así, que con toda seguridad es eso. Otras veces será una aclamación litúrgica que se una a la glorificación de Dios (cf. 1Cr 16,36). En ocasiones, el amén es decir sí a la misión que Dios le da a uno y, entonces, es palabra con la que se hace oblación de la vida comprometiéndose con el Señor (cf. Jr 11,5; Dt 27, 15-26; Neh 5,13).

El hombre una vez no dijo amén a Dios y así empezó la historia humana a estar dañada por el pecado. A esa rebeldía, Dios respondió con una promesa de salvación (cf. Gn 3,15) y, como no puede desdecirse a sí mismo, el obrar de Dios como cumplimiento de ella es un amén; es “Dios del Amén” (Is 65,16). Y ese Amén de Dios es Cristo.
Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en Él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en Él. Y por eso decimos por Él Amén a la gloria de Dios (2Cor 1,19).
Esta es la salvación, que volvamos a ser capaces de decir Amén a Dios. Esta es nuestra vida, la obediencia al Padre, como Cristo fue obediente. Jesús es el Amén de Dios a sus promesas y es también el de un hombre a Dios. Y María es la que siempre dijo Amén a Dios.

Todos los amenes de este último coro son la expresión de una historia en la que no solamente ha estado presente la negativa de los hombres, sino también, por gracia divina, la respuesta afirmativa a la Palabra de Dios; la historia más que serlo del pecado es historia de salvación, la historia de Dios con nosotros y la de los santos con Él. Al final, hay un silencio, acaso uno de los más importantes de la historia de la música. Movidos por el Espíritu, vamos diciendo Amén a Dios, pero a la par estamos en la expectación que Händel nos hace palpar en ese silencio del Amén final, en el que se una eternamente en Cristo, al de Dios a sus promesas, el nuestro de obediencia unido al que ya dio en la Cruz el Hijo.
Todo está cumplido (Jn 19,30).
[Ya hemos llegado al final de estas glosas al oratorio. Las podéis encontrar todas AQUÍ]