Belleza inagotable
La belleza cuenta con una potencia evocadora que no puede ser medida desde una razón calculadora y empirista porque estos conocimientos son incapaces de recoger sus delicados matices simbólicos. También vislumbro una belleza que está más allá de una actitud de consumo de mercancías bonitas y apetecibles. Pienso sobre todo en la belleza como el esplendor de realidades muy profundas que no admiten acercamientos analíticos o compulsivos. Quizá entreveo, poéticamente, una belleza que nos facilita rozar la totalidad de una realidad que no está al alcance de muchas disquisiciones científicas por muy metódicas que sean. Nunca es una belleza construida por nuestro yo distraído, sino que más bien es como una gracia recibida a la que solo nos podemos acercar purificados de cualquier voluntad de dominio, control, uso o consumo.
Belleza exigente
Entonces advierto que es en una belleza que nos exige parar y rechazar la prisa, la dispersión, abrazar el silencio, la escucha atenta, la mirada asombrada para alcanzar el ser que nos trasciende. Un ser que se sitúa en la órbita del misterio, de lo sagrado. Algunos no quieren utilizar estas palabras que a veces consideran antiguas y, por el contrario, hablarán de estética espectacular, arrebatadora o transgresora. Una estética que muere en sí misma sin nada detrás.
Sin embargo, el hombre moderno debería aceptarse pequeño, limitado ante la verdad del ser que apela a través de la belleza. Sería imprescindible abandonar las palabras fáciles y recurrir a la tradición de la sabiduría de siglos presente en las corrientes sapienciales, filosóficas, artísticas, literarias y religiosas. Es preciso cuidar estos pasos en una actitud reverente para inclinarse ante lo más valioso, ante aquello que va a dar sentido a la vida, ante aquello que nos va a situar, sin agotarla, ante la infinitud.
La ciencia no es un saber absoluto y acabado
Algunos modernos se jactan de que la imbatible ciencia actual ha superado estos caminos místicos porque ya ha resuelto definitivamente y con exactitud las claves de todo lo relevante en la vida del hombre. Sin saberlo estos modernos se sitúan ante un cosmos callado, a veces devastado y creen, ingenuamente, que estas actitudes poéticas, reverentes, pasmadas ante el ser son reliquias de tiempos antiguos. Ufanos dan carpetazo a lo que conmueve el alma, a ese afán de trascendencia que embarga el corazón humano. Y suelen citar a Darwin que explicó la diversidad de la vida sin necesidad de un diseño inteligente o intervención divina, apoyando la idea de que los procesos naturales y materiales son suficientes para dar cuenta de la biología. O sea, a partir del puro azar.
Pero el corazón tiene un vacío en sus entrañas y busca en lo profundo insaciablemente. San Agustín señala en sus Confesiones (Libro I, capítulo 1 [entre 397 y 400 d.C.]): "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.".
En realidad, las respuestas materialistas no agotan la sed humana de infinito. Mientras tanto, en las las últimas décadas sigue avanzando un desierto de sentido, un cinismo sin salida, un nihilismo corrosivo que solo habla de desarraigo y de carencia de raíces. Quizá todo ha sido consecuencia del positivismo cientificista que ha llevado a algunos a creerse diosecillos capaces de desentrañar las últimas verdades con exactitud y definitivamente.
Repasemos, para orientarnos, algunas palabras que estos modernos desprecian: el misterio, lo sagrado, las limitaciones de la ciencia.
La ciencia y sus limites
Duele hablar con este tono, pero hay que decir que algunos, a veces no muy sabios, desprecian las preguntas que plantea la última Física cuántica. De hecho, Werner Heisenberg sugirió que la física cuántica devuelve al ser humano al asombro metafísico. Podríamos seguir con la Astrofísica, la Cosmología, la Biología, la Neurociencia, y en Matemáticas los teoremas de incompletitud de Kurt Gödel, etc. Son ciencias cargadísimas de saber y a la vez de límites. Sin embargo, el autónomo y realmente solitario hombre moderno ignora la existencia de estos límites porque alguien les ha dicho que la ciencia, la técnica y la razón (desde luego no la razón entendida en un sentido amplio y holístico como propondría Joseph Ratzinger) ya lo han dicho todo de tal forma que han desaparecido las preguntas sin respuesta. Pero no: las preguntas y los interrogantes crecen y mucha investigación esta abierta a la complejidad de una realidad inagotable.
El sobrecogimiento de los científicos de altura
Estos modernos, independientes de cualquier vínculo que los enraíce en la profundizad del ser, pronuncian la palabra ciencia y ya no aceptan cierta incapacidad de la ciencia moderna ante, por ejemplo, los últimos detalles de la existencia de materia oscura (85% de la masa del universo). O ante las nebulosas que nos muestran la belleza del universo y que además son fundamentales en la formación de nuevas estrellas y sistemas planetarios. Estudiarlas nos permite entender mejor el origen y evolución del cosmos.
Quizá estos sabiondos nos responderán que la ciencia llegará a descubrir estos pormenores, pero esto no es lo mismo que dicen los científicos de altura que ahora mismo andan llenos de sobrecogimiento ante las puertas que se abren ante sus últimos descubrimientos. Y, personalmente, creo que hay que seguir investigando para profundizar en el misterio de la realidad que nos rodea. Y profundizar en el misterio significa no dejar de encontrar más misterio aún. En el camino mejorará la medicina, la biología, la química, etc., y mejoraremos la vida sobre la tierra siempre que lo hagamos equilibradamente respetando a los hombres y a la naturaleza.
Cosmos inconmensurable
Regresemos al planteamiento inicial con una nueva idea: el cosmos es inconmensurable. Y esta, muchas veces, inconmensurable realidad se nos revela en la belleza. Para estos escépticos, para los que no cabe buscar más pues está todo dicho, los caminos hacia el desvelamiento del ser (Heidegger) y de todo lo que suena a espiritualidad y religión (que no son intercambiables) carece de sentido. Se han quedado en lo bonito si se me permite hablar así con cierto desapego. Y se ríen de los poetas, de los místicos, de los sabios y los santos que son capaces de quedarse perplejos ante un bosque nublado sobre el que va a descargar una terrible tormenta. Son paparruchas para ellos. Lo que cuenta es lo material, el poder, la conquista de las voluntades.
Los místicos y los poetas
Los místicos y los poetas están locos porqué hablan de esta belleza tan inacabable, del recogimiento, de la contemplación. Porque se quedan extasiados ante ciertas pinturas, o resoplando ante sutilísimos poemas que hablan del Esposo. Los modernos más incultos no entienden la audición llena de quietud ante una composición musical que nos lleva al desvelamiento de la verdad de la condición humana. Solo disfrutan de la buena comida y la buena bebida, el teatro es lento y Dostoievski es un tostón infumable.
Entonces se han hecho a sí mismos incapaces de disfrutar de un dilema moral o de las contradicciones en la vida del príncipe Myshkin, protagonista de la novela de Dostoievski, El idiota (1869). ¿La belleza salvará el mundo? Esta pregunta que se plantea Myshkin, un hombre puro e insobornable, carece de sentido. Y resuelven para sí mismos, este Myshkin “es idiota”.
El cine de acción y las chicas bonitas son realidades palpables. El vino o el licor alegran la vida. Nadie niega esas verdades, pero todo cambia sin la trascendencia y la posibilidad de agradecer tanta belleza a un Dios generosísimo y misericordioso.
La belleza de la gloria de Dios
La belleza de la gloria de Dios llena nuestras vidas y da sentido en cada momento, dulce o dolorosísimo, a nuestra existencia (Han Urs von Balthasar, en la foto). La belleza de Cristo crucificado es incomparable y nos puede atrapar en una contemplación rendida. Y este Cristo crucificado nos permite entender y afrontar una vida muy exigente.
Quizá haya que subir a la cruz y calibrar qué pasa en nuestras vidas y en las de nuestras familias y amigos. Entonces entenderemos la belleza moral de cuidarlos, acompañarlos. Y desde ese momento podremos descubrir que el individualismo cenagoso de lo contante y sonante debe callar para dar entrada a las palabras de la belleza de una oración dirigida a un Dios que nos cuida y espera.
En cualquier caso, tenemos entre nosotros al Niño Dios. Puro misterio, pura esperanza, pura belleza.