“Permítanme –abrió el Sr. Zapatero su discurso en el desayuno de oración al que fue invitado en Washington- que les hable a Vds. en castellano, la lengua en la que por primera vez se rezó al dios del Evangelio en los Estados Unidos”.
Al oír la frase me sonó extrañamente familiar, pero hasta no pasar por una de esas noches de insomnio que tan fructíferas son al pensamiento, no conseguí saber porqué. El bueno de Zapatero, sin por supuesto él saberlo –como tampoco sabía en el berenjenal que se metía cuando citaba el Deuteronomio, saber, lo que se dice saber, el Presidente sabe muy pocas cosas-, emulaba ni más ni menos que al Emperador Carlos V, quien con ocasión de una de las innumerables sesiones del concilio más largo de la historia, Trento, dijo a su distinguidísima audiencia algo así como, “permitid que me dirija a Vuesas Mercedes en la lengua que habla Dios: el español”.
Salvando el foso insalvable que separa a una figura y otra -que ya es salvar-, cuando nuestro Carlos V se dirigía a su multinacional audiencia en español, lo hacía tras haber completado un meticuloso proceso de selección, pues el gran emperador español perfectamente podía haber salvado la papeleta en francés, lengua en la que se dirigía a sus ministros; italiano, lengua que susurraba al oído de las mujeres y que era la del Papa; o alemán, lengua en la que hablaba a su caballo, vale decir a sus soldados, en la guerra. Y por supuesto en flamenco, su lengua natal. Pero optó por el español, la lengua en la que aunque no eligió nacer –nadie elige la lengua en la que nace-, si eligió morir. Y también, como vemos, hablar con Dios.
Por lo que se refiere a Zapatero, y bien al contrario, patético resultó oírle informar a sus comensales de que se iba a dirigir a ellos en castellano, como si, al igual que Carlos V, hubiera podido desplegar ante el auditorio un amplio repertorio de hablas diferentes. Cómico habría resultado que el maestro de ceremonias le hubiera denegado la autorización solicitada y le hubiera invitado a hablar en alguna de las lenguas que insinuaba conocer. Eso sí, esta vez, por lo menos, nos ahorró el cacofónico espectáculo del que no nos eximió en la Asamblea francesa, cuando intentó convencer al mundo, -y particularmente a sus conciudadanos, avergonzados de aquel “biutiful dei” que constituía todo su discurso en las cumbres europeas-, de que hablaba un francés que en su boca más sonaba a impostura que a idioma, y en el que Carlos V no sólo no se habría dirigido a sus ministros, sino tampoco a su caballo.
Más importante todavía, en lo que a las diferencias entre el discurso imperial y el presidencial se refiere, nuestro Emperador tuvo la grandeza de referirse a Dios como Dios, porque en Dios se cree o no se cree, que tal es las más básica de las libertades, pero Dios es Dios y hace mucho que ya no es el dios de tal o cual sitio, como muy bien explican nuestros hermanos musulmanes cuando en la profesión de la shahada pronuncian aquello de “No hay más Dios que Dios” que tan insigne especialista en Alianza de civilizaciones como Zapatero, debería conocer mejor.
Nuestro presidente, por el contrario, en su inmensa ruindad y petulante ignorancia, redujo a Dios a un invertebrado “dios del evangelio”, uno más de los que componen su inacabable Olimpo laico.
Puesto a parafrasear, bien podía haber terminado su oración con una cita de Groucho Marx, y haber proclamado con el eximio cómico aquello tan irenista y tan al caso: “Estos son mis dioses, señores, si les gustan bien, de lo contrario no se aflijan, tengo otros”.